Una más

Con la esperanza de que cada historia que se suma hoy, sea una que se le resta al futuro.

Vivir lejos de donde se creció hace que los recuerdos los mantengamos en pequeñas vitrinas de cristal, al resguardo del tiempo y del olvido que se va posando en capas, como el polvo. Hay ciertas vivencias, o experiencias traumáticas que colocamos en lugares oscuros de nuestra psique, en compartimientos con llaves que ya no tenemos. O no creemos tener. Y seguimos. Creo que toda mujer que conozco ha hecho esto alguna vez en su vida. Y de pronto algo, una situación, un evento, desvela el recuerdo reprimido y nos da la llave. A veces tenemos la voluntad de abrir el cofre, otras veces no. Todas son válidas.

Las últimas dos semanas he estado en vela leyendo y escuchando los testimonios de mujeres venezolanas víctimas de violencia de género (en sus diferentes presentaciones). Algunas conocidas, otras no. Cada voz que se alza, que se atreve a contar su experiencia, a exponer a su depredador, es un hilo de luz en la oscura sociedad en la que las mujeres sobrevivimos. Es un hilo de luz para entender el nivel de toxicidad en el que estamos sumergidos, y una súplica para que cambiemos patrones, para que nos cuestionemos qué hacer en la deconstrucción de estas dinámicas. Para muchos, es un doloroso mirarse en el espejo del silencio cómplice, para otros una gota más en el vaso del hartazgo. Y para las víctimas, es nuestro momento de ser escuchadas, es nuestro momento de gritar “basta, esto no puede seguir ocurriendo”. Decidir hablar, contar nuestras historias, asumirse “víctima”, sanar, son procesos personales, dolorosos, de largo aliento que cada quien vive de manera individual. Pero dentro de la individualidad de cada caso hay también el reconocerse en la historia de esa mujer que no conocemos, hay también esa sororidad, ese estar juntas, y permanecer juntas.

Las razones que me llevan a contar mi historia son muchas pero la primera es mi necesidad de sumarme a la voz de tantas para visibilizar patrones de conducta que hemos normalizado por tanto tiempo. Patrones que matan y que van contra cualquier idea de sociedad igualitaria. Digo “hemos” porque soy parte de esa sociedad patriarcal que quiero cambiar. Siento que mi miedo a hablar es menor al poder que tiene ser escuchada. A las que deciden quedarse calladas, las entiendo y las abrazo. Porque por cada mujer que ha decidido contar su historia conozco al menos dos que no lo han hecho.

La violencia de género tiene varios grados: desde el micromachismo de todos los días hasta la más terrible: el feminicidio (como dice Luxana en su testimonio). El cambio comienza desde cada uno de estos niveles.

Mi historia data de hace mucho tiempo pero fue hace apenas dos años que confronté a mi abusador. En su reacción, así como en el hecho de pedir perdón por e-mail vemos la esencia de esa toxicidad de la que hablamos las mujeres, de culpabilizar a la víctima, de reducirnos a nada.

Ocurrió hace 13 años. En esa época solía reunirme con mis amigos a jugar RISK. Siempre en casa de mi mejor amigo (quien aún lo es). Él solía buscarme y regresarme. Confieso que al ser la más pequeña del grupo siempre me sentí muy protegida, y cuidada. Nunca me sentí en riesgo o expuesta. A estas reuniones iban amigos de Letras de la UCAB y la UCV y a veces amigos de amigos. Dentro de este grupo extendido estaba X, a quien yo encontraba atractivo. Un día X me escribe que va a jugar RISK en su casa con unos amigos suyos, que si quería ir. Le dije que sí. Me fue a buscar. Al llegar a la casa no había nadie. Sus amigos se habían accidentado y no vendrían. Era la primera vez que no estaba con mi grupo, y que estaba sola con él. Me propuso un trago de jugo de naranja con algún alcohol. Me dijo que si quería ver el consultorio de su abuelo, quien era psiquiatra. En el diván, nos besamos. Me mordió bastante fuerte. Me quería desabotonar el pantalón y le dije que no quería. Que no quería nada más. Me preguntó que por qué, que por qué no quería hacerlo si era algo natural. Recuerdo claramente su “es antinatural no querer hacerlo”, mientras me besaba con fuerza. Quería irme pero no tenía cómo. Él seguía cuestionándome porqué me rechazaba al placer, a entregarme, sin escucharme que yo no quería y procedía con desvestirse. Me forzó a hacerle sexo oral. Acabó en mi boca. Después de eso, me llevó a mi casa. Vomité y lloré. Desperté al día siguiente con la boca bastante inflamada y sin saber muy bien qué explicación dar. No di ninguna.

Después de ese día, él desapareció del grupo. Me lo crucé en eventos literarios, y nos evitábamos. En el momento le conté a mis amigos más cercanos sin estar consciente de lo que había pasado. Sabía que algo estaba mal porque años anteriores había vivido – esta vez siendo a la que le cuentan – una situación similar con una amiga en NYC y había incluido una denuncia. Fue la primera vez que entendí las complejidades e injusticias de demostrar que hubo abuso y la noción legal de consentimiento. Sabía que algo estaba mal pero en el momento no le puse nombre. No podía, no sabía. Con los años, aprendiendo más y más de estos temas, mudándome a Francia, cuna del movimiento feminista, entendí muchas cosas. Entendí lo que me había ocurrido pero nunca tuve necesidad ni interés de enfrentarlo. Porque temía su reacción y porque después de todo, era parte del pasado. Porque prefería ahorrarle ese dolor a mis padres, y a su mamá.

Hasta que una noche de octubre de 2019, X me envió una solicitud de amistad en Facebook. Sentí coraje, sentí ira. Sentí rabia que se atreviera a hacer algo tan banal, como si lo que pasó hace tantos años no era razón suficiente para más nunca dirigirme la palabra. Me sorprendí de la reacción que tuve, manos frías, corazón acelerado, al ver la invitación. La llave se me estaba dando y decidí abrir el compartimiento. Decidí hablarle. Le manifesté mi sorpresa y le dije que me tomó años aceptarlo pero que había abusado de mí. Su reacción y su respuesta fue el segundo acto de violencia de su parte (las partes tachadas son en respeto a algo que me cuenta sobre él que no me toca a mí contar).


Dado el nivel de agresividad con el que me hablaba (además, con horas de diferencia entre un mensaje y el otro), decidí bloquearlo. Me daba terror que mi teléfono fuera receptáculo de mensajes de odio al antojo de su ira. Lo bloquée y dudé de mí. Me dije por un milésimo de segundo “estoy loca, todo me lo inventé”. Dudé de mí y esta es la parte que da más miedo. Que por más que sepamos que lo que decimos sí fue como ocurrió, aún así, el abusador tiene el poder de hacernos creer que no. Le escribí a esos amigos a los que les había contado. Son amigos con los que me he distanciado pero que quiero igual, y que me respondieron. Les pregunté “¿me puedes decir qué recuerdas de lo que pasó con X?”. Me contaron lo que recordaban y coincidía con lo que le había dicho a X. No estaba loca. No estoy loca. A los días, me llegó un correo pidiéndome perdón, por su reacción y por el daño que me pudo haber ocasionado aunque no lo recordara. No le respondí y me sentí mal al no hacerlo. Porque a eso estamos acostumbradas (quizás por la educación católica): a que cuando alguien pide perdón, hay que aceptarlo. Hay que ser “compasivo”. Pero no. No tenemos que perdonarlos.

Comparto su respuesta porque necesito que quede claro que:

  • la víctima nunca tiene la culpa.
  • no es no
  • aceptar ir a la casa de alguien no es sinónimo de aceptar tener relaciones sexuales (estoy contigo Luxana)
  • aceptar un trago no es sinónimo de aceptar tener relaciones sexuales
  • una mujer puede decir no en cualquier momento sin que esto sea un problema o sin tener que ser atacada
  • nada justifica una violencia sexual
  • una violación ocurre también sin penetración y bajo coerción psicológica
  • si obligas a alguien a hacerte sexo oral valiéndote de tu fuerza, de las circunstancias, y de la vulnerabilidad de la mujer, hombre que me lees: eres un violador.
  • no estamos locas, ni somos mucho menos histéricas
  • las víctimas no son responsables de educar a nadie y si deciden hacerlo es porque así lo quieren

“Fabricamos la feminidad como fabricamos también la masculinidad y la virilidad” decía Simone de Beauvoir en los años 70. Llegó el momento de fabricar nuevos patrones de lo que quiere decir ser hombre y deconstruir los patrones nocivos de virilidad tóxica. Este trabajo de desmontaje de lo que somos como sociedad es arduo y requiere de humildad y de saber poner a un lado las inseguridades que justamente son producto de estas dinámicas. Empecemos por escuchar a las víctimas, por hacernos preguntas de cómo hemos podido contribuir a perennizar estos comportamientos pero no nos quedemos ahí, hagamos más: alcemos nuestra voz, eduquémonos, leamos, busquemos ayuda para contribuir a la construcción de una sociedad donde ser mujer no quiera decir vivir con miedo y masculinidad no sea sinónimo de fuerza, abuso y opresión.

Camila Ríos Armas (she/her).

Cuento mi historia que se suma a tantas otras historias de mujeres víctimas de abuso sexual en Venezuela. Para más información sobre el movimiento #yotecreovzla, los invito a consultar https://twitter.com/yotecreovzla

Carlos César

Apuntes de un diario inexistente

Pequeños retazos de quién es mi padre, a través de mis ojos.

CC disfrazado de algún animal imaginario de la Venezuela de los años 60.

Muchas noches, al llegar tarde del trabajo, recuerdo como mi papá, quien no se desataba la corbata hasta llegar a la casa, sacaba del bolsillo interior de su blazer, un Galak. Era mi chocolate favorito.

Cuando estaba en 4to año de bachillerato y no sabía que estudiar un día mi papá me trajo un folleto de Ingeniería de Producción de la USB, diciéndome que quizás me podría interesar. Yo era muy buena en matemáticas y la prueba vocacional había dado que debía estudiar ingeniería mecánica (lo que él estudió). De pequeña me gustaba desarmar juguetes y entender sus mecanismos, lo cual explica porqué él pensaría que alguna ingeniería podría interesarme. Le di las gracias pero le dije que yo sabía que eso no era lo que quería.

Otro día, tocó a la puerta y me dijo que había una carrera nueva en la UNIMET que se llamaba Estudios Liberales y que él creía que sí me interesaría. Buscó una reunión con la directora de la escuela, Elsa Cardozo, hermana de su buen amigo Juan Cardozo. Elsa amorosamente me explicó en qué consistía la carrera y ese día decidí que eso era lo que quería estudiar.

En mi segundo año de EELL (Estudios Liberales) la UNIMET firmó un acuerdo de intercambio de estudios con SciencesPo Paris. Para poder ir en mi tercer o cuarto año, necesitaría nociones intermedias de francés aunque las clases fueran en inglés. Nunca habíamos tenido vínculos con Francia y no éramos francófilos. Mi papá me sugirió ir a la Alianza Francesa, donde había estudiado él cuando yo era pequeña. Me acompañó y me inscribí en las clases de los sábados. Por un tiempo, él me llevaba y buscaba todos los sábados en la mañana a la Alianza de La Castellana, donde conocí a mis amigos Rodrigo y Diego Marcano, y a Emilio Montejo.

El día que decidí que no continuaría con el doble programa Derecho – EELL hubo silencio en la casa y algunas preguntas. Mis buenas notas no justificaban esa decisión. El día que tenía un examen al que decidí no ir – lo cual implicaría que no aprobaría la materia, recuerdo a mi papá tocar la puerta y decirme “Cami, ¿estás segura que no quieres ir? Mejor ir e intentarlo a no ir, ¿no?” A lo que le respondí “Sí, estoy segura, yo sé que no seré abogada y esto en vez de ayudarme me está frenando en otros aspectos de mi vida, como mi escritura”. Hasta el día de hoy agradezco que haya tocado mi puerta y me haya hecho esa pregunta, aunque en el momento me haya parecido inoportuna.

El día que dije que había sido seleccionada para irme a París al intercambio de estudios, también hubo silencio y muchas preguntas. Pero las preguntas nunca fueron para impedirme de hacer algo, sino para buscar soluciones. Hicimos los trámites de CADIVI y en enero de 2011 estaba montándome en un avión para mudarme a lo que sería años después mi ciudad, mi casa, mi lugar. El abrigo que llevaba era el de mi bisabuela Clarisa Ríos, que usó cuando visitó a su hijo en Londres. En mi cartera llevaba una estampita que me dio mi papá para que me protegiera en el camino. Mi mamá me dio un pin con un angelito.

En el viaje más reciente que hizo a París, en enero 2020, justo antes de la pandemia, mi papá me dijo que me veía muy cansada. Fue a la farmacia y me compró una caja de complejo vitamínico B. En ese gesto, y a mis 30 años, me sentí hija.

Cada vez que nos vemos y toca el momento de la partida, mi papá llora como si nos estuviéramos despidiendo por la primera vez. Como si este proceso de vivir lejos no es algo a lo que podamos acostumbrarnos nunca. Yo siempre he sido muy agradecida por su gran capacidad para expresar su amor a las tres mujeres de la casa (y a Tula, nuestra gata).

Cuando nos despedimos por teléfono aún me dice “Dios te bendiga”, aunque ya yo no pida la bendición. Una parte de mí se siente en paz al escuchar esas palabras.

También sabemos reírnos como si nos estuviéramos echando el mismo cuento por la primera vez. Y días después me enviará imágenes que hacen referencia al cuento, para así continuar la risa.

Carlos César nació el 21 de abril de 1958 en Carúpano y hoy celebro su vida, su generosidad, su testarudez a veces y su curiosidad por todo. Deseo que sean muchos los encuentros (y despedidas) que tengamos por delante, con mucha salud y amor.

Feliz cumpleaños, papi.

Patricia

Apuntes de un diario inexistente

Las tonadas de jazz en mi apartamento me dan un ritmo, una cadencia, del tiempo que yo busco ocupar y que tú luchas por recuperar, o quizás por ganar aunque me gusta creer que aún no se ha perdido.

Te tengo en tantos recuerdos alegres de mi infancia y juventud. Aquel día en el que íbamos en el carro a buscar a Lucía y Jimena en la guardería Cinteduc y yo estudiaba para un quiz de biología. Me decías “pero ahiji, relájate un poco, estudias después” y yo, en el carro, con dos niñas jugando, el tráfico, repetía las partes del oído medio. Recuerdo aquella vez que con mi tía Anne me hicieron un disfraz de flor y otro de jirafa, para el colegio. O cuando hacías collares de cerámica en la casa de la abuela y me dejabas ayudarte.

Pablo me recordó esta mañana de cuando nos llevabas al cine, antes de que los cines estuviesen en centros comerciales.

Recuerdo cuando me invitabas a quedarme a dormir en tu casa y me sentía grande, porque hablábamos de muchas cosas.

Recuerdo cuando compartiste embarazo con mi mamá, tu hermana mayor. Las dos hermanas que tuvieron dos niñas solo con dos semanas de diferencia. Al visitarte en la maternidad, le pegué un piojo a la recién nacida. Siempre contabas este cuento riéndote.

Recuerdo cuando me dijiste que para seguir con la tradición, yo sería la madrina de tu hijo así como mi madre era tu madrina y tú eras la mía. Yo solo tenia 16 años.

Me diste el ahijado más inteligente que pude haber pedido. Siempre decías que te sorprendía la buena elección que habían hecho tú y mi tío Gonzalo porque teníamos muchas cosas en común él y yo.

Recuerdo cuando nació Teresa, y nos asustaste mucho porque no fue fácil. Nos tocó cuidar a la bebé mientras tú te recuperabas.

Emigramos y nos distanciamos. Pero siempre que necesitabas hablar de mi ahijado, me escribías, y teníamos ese canal de comunicación abierto. Porque el amor siempre quedó inmutable. Recientemente habíamos retomado esa cercanía que la distancia nos había quitado.

Cuando mis orquídeas se enfermaron, me compartiste tus trucos y remedios.

Cada bromelia de mi casa son un homenaje a las tardes que pasabas con mi abuela ocupándote de la colección que poco a poco fueron haciendo. Ahora eres energía, y amor, mi Madri. Estarás aquí, conmigo, en cada flor y cada planta, porque son mi vínculo contigo.

A comienzos del año me decías que ya me visitarían cuando hayamos pasado todo esto. “Todo esto”, una pandemia. Una pandemia que se siente aún más cruel al tener que despedirte de lejos.

Me visitarán, y mi ahijado vendrá, y estarás siempre aquí, entre nosotros, entre el amor que te tenemos los que te decimos adiós hoy. Y brillarás, como las 4 estrellas con las que decoraste el sobre de la última carta que me escribiste.

[Empecé a escribir este texto cuando mi tía Patricia estaba en terapia intensiva, hoy nos dejó y a ella le dedico y agradezco por todos los momentos vividos.]

Habitando nuevos espacios

Apuntes de un diario inexistente

Lentamente las cosas van tomando su lugar. El cuerpo se habitúa a los espacios, a veces entre tropiezos y otras sabiendo medir mis ángulos. Son más las veces que la cuenta sale mal. Siempre he creído que no logro identificar el tamaño de lo que soy y termina mi pierna, mi muslo, un brazo, golpeándose con algo, el sofá, el marco de la puerta, la mesa. Cuando se cambian de coordenadas toma el cuerpo tiempo para rehabituarse. Para saberse los pasos ciegamente. Y aún así, hasta cuando el camino ha sido recorrido miles de veces, de manera mecánica, en repeticiones espontáneas, suelen haber días en los que no consigo evitar el impacto. Alguien me preguntó una vez si yo había gateado o si caminé directamente. Se cree que los que tenemos prisa en caminar, saltamos la etapa de reconocer el espacio y las dimensiones. Y sin embargo, puedo decirte de memoria cada esquina de aquel apartamento mientras aprendo las ranuras y el crujido del suelo de este. Una transición que aún se siente temporal. El vecino se prepara para ir a su trabajo y yo, que tenía ese sonido como referencia en el antiguo apartamento, me despierto con él. Son apenas las 6am. Rápidamente me doy cuenta que no es el mismo vecino, nuevo lugar, nuevas rutinas.

Me mudé a este apartamento en equinoccio primaveral. Recibí mensajes de mis amigos persas para quienes era año nuevo y motivo de enviar deseos de felicidad y abundancia. Lo tomé como buen augurio. El día que me mudé, era el año nuevo para millones de personas, y sus mensajes me llenaron de energía para centrarme en este nuevo comienzo. Los tulipanes en el patio interior del edificio, recién florecidos, me dan seña de la temporada que comienza. Al verlo, pienso en que nunca he sido persona de plantas con flores. La única que tengo, solo me dio flores cuando la compré. Su verdor y tamaño te dirán que están sanas, pero algo ocurre que nunca llegan a florecer. Al llegar al apartamento veo que la orquídea de Stefania, que pensaría estaba olvidada en una repisa, va a dar flores. Quizás cuido demasiado. Te diría que voy a ignorar la mía, para que así me dé una flor y te reirías. Pero suena a una estrategia bastante infantil. Quizás es este espacio, su luz, los pájaros cantando y la calma de los días que la harán florecer. Si vieras las dos hojas que me dio luego de casi morirse me dirías que va por buen camino pero que le falta vitamina, y me enviarías una de tus recetas para cuidarlas bien. Espero que te despiertes para que hablemos de ellas, mientras tanto, doy lugar en mi nuevo hogar a este muñequito que me diste la última vez que nos vimos, hace 7 años.

A mi madrina.

Polyscias Balfouriana y el amor por las sombras

Apuntes de un diario inexistente

Aquel día en el que nos peleamos, Ariadna, quien se quedaba en nuestro apartamento mientras yo pasaba una temporada en Turquía con Alexis, me escribía diciendo que el espejo de la sala se había caído pero no roto.

El objeto, una versión miniatura de aquellos espejos enormes de marco dorado que decoran las salas y se posan sobre las chimeneas, lo habíamos comprado en una brocante en Place d’Italie, cuando apenas estábamos armando la casa. A Alexis siempre le pareció muy bajo, y tenía razón. Lo colgué tomándome como referencia y mis 1m60cm de altura no dan para mucho.

Cuando Ari me dijo que se había caído pero no roto, sentí el peso de la simbología sobre mis párpados. Estábamos teniendo días un poco complicados pero no eran más que eso: una caída, no una ruptura.

Al volver de viaje en enero, luego de una corta temporada en Madrid, mi planta preferida, esa que nos habían regalado el día de nuestro PACS una de las mejores amigas de Alexis, estaba “triste”. Pareciera como si hubiera sido ella, y no yo, la que inició el año en cama con covid y luego vivió la histórica nevada madrileña.

Polyscias Balfouriana está plantada en un bol transparente que no le permite crecer a su ritmo. Veo las raíces atrapadas en la circunferencia y me pregunto cómo hacer para liberarla sin matarla. ¿Tiene que ser liberada?. Tengo tiempo queriendo llevarla al botanista para que me explique y me ayude pero como siempre ha estado tan bonita, no lo sentía necesario. Temo que sacarla de su atmósfera pueda alterarla. Observo las raíces, entrelazadas, y me digo que no puede ser bueno intentar deshacer esa red de apoyo. Desde que la recibimos me cautivó. La forma y color de las hojas, sus tallos, las raíces a través del vidrio. Durante el confinamiento me dio muchos retoños y curiosidad por saber más de ella. De dónde venía, cómo se llamaba. Descargué una aplicación que ayuda a identificar las plantas y descubrí que se llamaba Polyscias Balfouriana, que viene de Asia Tropical y que le gusta la sombra. “Polyscias” quiere decir “varias sombras” en griego. Compartimos el trópico y esa extraña atracción por el reverso de la luz.

Siempre ha ocupado el mismo lugar en la casa. Hasta ahora. Al ver el follaje amarillento y propenso a la caída, sentí la necesidad de moverla. Cambiarla de un extremo de la sala al otro. Una vez más, establecía analogismos. La planta estaba, sin saberlo, representando en una imagen, la ruptura: hojas cayendo, raíces aferrándose. La dejé donde sentía que debía estar: sobre el mueble que acabábamos de comprar y que llegó justo cuando ya no será utilizado por los dos. Pasaron varias semanas y hoy, luego de cambios de lugar y de luz, atisbo dos nuevos retoños. Vida que nace. Comienzos que vienen.

El espejo nunca fue colgado de nuevo y ahora se prepara para ser embalado. La planta, y sus retoños, son el testimonio de una nueva vida. Sus tallos, el recuerdo de lo que fue y sobre lo que he construido gran parte de mi presente. El mueble vacío: el espacio que siempre pide ser llenado.

06.03.2021.

Polyscias Balfouriana et l’amour pour les ombres

Notes d’un journal inexistant*

Ce jour-là quand nous nous sommes disputés, Ariadna, qui restait dans notre appartement pendant mon séjour en Turquie avec Alexis, m’a écrit en disant que le miroir du salon s’était tombé mais pas cassé.

L’objet, une version miniature de ces immenses miroirs à cadre doré qui décorent les salons et reposent sur les cheminées, nous l’avions acheté dans une brocante à la Place d’Italie, alors que nous venions d’emménager.

Alexis a toujours pensé que le miroir était très bas et il avait raison. Je l’ai accroché en me prenant comme référence et ma hauteur de 1m60cm ne donne pas grand-chose.

Quand Ari m’a dit qu’il s’était tombé mais pas cassé, j’ai senti le poids de la symbologie sur mes paupières. Nous avons eu des jours un peu difficiles mais c’était juste ça: une chute, pas une rupture.

En rentrant d’un voyage en janvier, après un court séjour à Madrid, ma plante préférée, celle que l’un des meilleures amies d’Alexis nous avait offerte le jour de notre PACS, était «triste». On dirait que c’est elle, et non moi, qui a commencé l’année au lit avec Covid et qui a ensuite vécu la chute de neige historique de Madrid.

Polyscias Balfouriana est plantée dans un bol transparent qui ne lui permet pas de pousser à son rythme. Je vois les racines piégées dans la circonférence et je me demande comment la libérer sans la tuer. Doit-elle être libérée ? Je voulais l’emmener chez le botaniste depuis quelque temps pour qu’il m’explique et m’aide mais comme elle a toujours été si belle, je ne le sentais pas nécessaire. Je crains qu’en la retirant de son atmosphère je la tuerait. Je regarde les racines, entrelacées, et je me dis qu’il ne peut pas être bon d’essayer de défaire ce réseau de soutien. Depuis que nous l’avons reçu, j’ai été captivé. La forme et la couleur des feuilles, leurs tiges, les racines à travers le verre. Pendant le confinement, elle m’a donné beaucoup de pousses et j’étais curieuse d’en savoir plus sur elle. D’où venait-elle, quel était son nom ? J’ai téléchargé une application qui aide à identifier le nom des plantes et j’ai découvert qu’elle s’appelait Polyscias Balfouriana, qui vient de l’Asie tropicale et aime l’ombre. «Polyscias» signifie «plusieurs ombres» en grec. Nous partageons les tropiques et cette étrange attraction pour le revers de la lumière.

Elle a toujours occupé la même place dans la maison. Jusqu’à maintenant. En voyant le feuillage jaunâtre et sujet aux chutes, j’ai ressenti le besoin de la déplacer. La déplacer d’un bout à l’autre de la pièce. Une fois de plus, des analogies. La plante représentait, à son insu, la rupture en une image : feuilles tombantes, racines accrochées. Je l’ai laissé là où je pensais qu’elle devait être: sur le meuble que nous venons d’acheter et qui est arrivé juste au moment où il ne sera plus utilisé par nous deux. Plusieurs semaines se sont écoulées et aujourd’hui, après les changements de lieu et de lumière, je vois deux nouvelles pousses. La vie qui est née. Les débuts à venir.

Le miroir n’a plus jamais été raccroché et se prépare maintenant à être emballé. La plante et ses pousses sont le témoignage d’une nouvelle vie. Ses tiges, le souvenir de ce que c’était et sur ce que j’ai construit une grande partie de mon présent. Le meuble vide: l’espace qui demande toujours à être rempli.

* La version en français n’est qu’un exercice. Cette traduction n’a pas été corrigée.

Esta extraña obsesión por los objetos

Apuntes de un diario inexistente

“Inmortalizar el momento”, una frase utilizada en publicidad de servicios de impresiones de fotos, o de venta de cámaras. Hablo de la época en la que teníamos que tener un objeto para tomar una foto. En la que teníamos que pensar qué fotos tomar porque el rollo era limitado, cuando no había una nube capaz de agrandarse si pagamos un mejor plan de almacenamiento. Esos días en los que los momentos especiales o convenciones sociales exigían una muestra de existencia, un “esto ocurrió”. Preferiblemente eventos felices porque para los tristes pareciera ser suficiente el mero recuerdo caprichoso que nos visita cuando lo desea, pero no la imagen. Teníamos que esperar a ver lo que habíamos fotografiado. La fotografía era en sí misma un recuerdo. Siempre. Claro que habían las instantáneas, que antecedieron a lo que vino después: la necesidad de reconocernos inmediatamente en el sentimiento que estamos viviendo. Un selfie, una foto del momento y visualizarla para así convertir el instante en algo real, tangible, inmortal.

Nos gusta vernos a nosotros mismos porque de esta manera afirmamos el ahora. Sin embargo, el día a día se nos escapa de los dedos y no lo documentamos. Están los que tienen un proyecto profesional, las madres y los padres bajo el hechizo del hijo, o los que tienen una mascota, u otra obsesión y llenan el carrete del iPhone con más de 2000 fotos del mismo tema. No hablo de esas personas ni de esa cotidianidad. Me refiero a la rutina mecánica que gira sus engranajes todos los días de la misma manera. A la ventana que siempre vemos, a la planta que tenemos en el mismo lugar desde hace años, a la cafetera que hace el café siempre de la misma manera, al señor que nos vende el pan, a la parada de bus, a la persona que duerme a nuestro lado, etc. No pensamos en la fugacidad de las cosas porque si lo hiciéramos, no sabríamos disfrutarlo, dicen algunos. Que si lo hacemos, no podríamos vivir sin sufrimiento, dicen otros. Quizás es cierto.

Desde que vivo en este apartamento, cada día ha sido un asombro, un nuevo suspiro al ver la ventana, un nuevo “no me lo creo”. Cada visita a la señora donde compro el vino, o al carnicero, mientras el mismo hombre canta canciones clichés francesas aunque no haya turistas – lo cual me hace pensar que lo hace más por él que por los otros – es un “qué increíble puede ser esta ciudad”. Tengo fotos de cuando nos mudamos y no había nada, de cuando lo fuimos cambiando, de cada objeto, de cada planta. No las tomé pensando en tener un registro de los cambios o recuerdos para el futuro, las tomé en una inocente intención de capsular la paz que sentía, la alegría y el amor.

Toda mudanza siempre trae movimientos telúricos que conjuran la tristeza de lo que se deja y lo nuevo que viene. Cuando el porvenir inmediato ha sido tejido con ilusión, el temblor es menos profundo a cuando se deja una certeza para entrar en la desconocida red de nuestras sombras. Desmantelar un apartamento de a dos es un proceso de excavación doloroso. Como si decidiendo con qué objeto quedarse estuviéramos decidiendo qué memoria guardar. Este plato que compramos en Poitiers o la alfombra que cargamos desde Capadocia, y los cubiertos de bistro que le compramos a un cubano instalado en París, o la mesita de la sala que cargamos bajo la lluvia hasta que nos montamos en un bus creyendo tener refugio y encontrándonos con una batalla de coches de niños y gente bastante malhumorada.

Los objetos, cuencos contenedores de memorias. Catalizadores de historias. Mi relación materialista con ellos se explica por mi obsesión con los recuerdos. El objeto se transforma en el medio para invocar una vivencia y así revivirla. Su existencia no depende de mí pero su significado sí. Anclo entonces mi capacidad de recordar a algo visual : una postal, una foto, un objeto tomado de un viaje, un animal moldeado de arcilla por un refugiado en Calais, el ángel tallado por algún artesano en Mérida, un búho de cristal que decoraba la sala de estar de mi abuela, una árbol metálico regalo de mi padre, un origami en su cúpula, signo de libertad y encierro. Arqueología de la vida, tótems. En ellos encapsulo el tiempo, en mí lo hago remembranza.

22.02.2021

Cette étrange obsession pour les objets

Version française (sans corriger)

Immortaliser le moment, une phrase souvent utilisée dans la publicité des services d’impressions des photos, ou de vente d’appareils de photo. Je parle de l’époque où on avait besoin d’un “appareil” pour prendre une photo. Où on devait bien réfléchir avant de prendre une photo, car la pellicule n’était pas illimitée, une époque où on ne disposait pas d’un nuage (cloud) avec la capacité de grandir si on payait pour plus de stockage. Je parle des jours dans lesquels les moments importants, ou les “conventions sociales” demandaient une preuve d’existence, un message “cela a eu lieu”. Préférablement des événements heureux, car pour les tristes la visite sans prévenir du souvenir capricieux nous suffit, nous n’avons pas besoin d’une image de cela. À cette époque, on devait attendre pour découvrir ce que nous avions photographié. La photographie était en soi-même, un souvenir. Toujours. Certes, il y avait les instantanées, prédécesseures a ce qui est arrivé plus tard : le besoin de nous reconnaître immédiatement dans le sentiment que nous expérimentons. Un selfie, une photo du moment et la visualiser pour ainsi convertir l’instant en réalité, tangible, immortel. Nous aimons nous regarder dans les photos, car de cette façon nous réaffirmons le présent. Cependant, au jour le jour s’échappe de nos doigts et nous ne le documentons pas. Il y a ceux qui ont un projet professionnel, les mères et les pères sous le charme de leur enfant, ou ceux qui ont un animal de compagnie, ou une obsession et qui remplissent leur portable avec plus de 2000 photos sur la même thématique. Je ne parle pas de ces personnes, ni de cette quotidienneté. Je fais allusion à la routine mécanique qui tourne ses engrenages tous les jours de la même façon. À la fenêtre à travers laquelle on observe, à la plante que nous avons dans le même endroit depuis des années, au monsieur qui nous vend le pain, à l’arrêt du bus, à la personne qui dort à notre côté. Nous ne pensons pas à la fugacité des choses, car si on le faisait, on ne pourrait pas y en profiter, dissent certains. Car si on le faisait, nous ne pourrions pas vivre sans souffrance, dissent les autres. Peut-être, c’est vrai.

Depuis que j’habite dans cet appartement, chaque jour a été une surprise, un nouveau soupir en regardant par la fenêtre, un nouveau “je ne me le crois pas”. Chaque visite chez la dame qui vend les vins, ou à la boucherie, pendant que le chanteur chant les chansons françaises clichées même s’il n’y a pas de touristes (ce qui nous fait penser qu’il le fait pour son propre plaisir et pas pour faire plaisir aux autres), c’est une “cette ville est incroyable”. J’ai des photos de quand nous avons déménagé et l’espace était à moitié-vide, des changements faits, de chaque objet, de chaque plante qui s’ajoutait à la collection. Je ne les ai pas prises avec l’intention de faire un registre des changements ou pour avoir des souvenirs dans le futur, mais plutôt avec la naïveté d’encapsuler la paix, le bonheur et l’amour.

Tout déménagement provoque toujours des mouvements telluriques qui regroupent la tristesse laissé derrière nous et l’avenir. Quand le futur immédiat a été tissé avec de l’illusion, le tremblement de terre est moins fort à quand on laisse derrière nous une certitude pour rentrer dans le filet de nos ombres. Démonter un appartement de deux est un processus d’excavation douloureux. Comme si on choisissant l’objet à garder on choisissait aussi quel souvenir reste avec nous. Cette assiette que nous avons acheté à Poitiers, ou le tapis que nous avons porté depuis la Cappadoce, et les couverts de bistro achetés à un cubain résident à Paris, ou la table basse que nous avons porté sur les bras sous la pluie jusqu’à avoir trouvé un bus pour prendre refuge pour nous retrouver entre les poussettes et les mamans désespérées.

Les objets, des bols contenant des mémoires. Catalyseurs des histoires. Ma relation matérialiste avec eux s’explique par mon obsession avec les souvenirs. L’objet se transforme en moyen pour invoquer une expérience de vie et la revivre. Son existence ne dépend pas de moi mais la signification donnée, oui. Je fais ancrer ma capacité de me rappeler des événements à une chose visuelle : une carte postale, une photo, un objet acheté dans un voyage, un animal modelé en argile par une réfugié à Calais, l’ange en bois fait par un artisan à Merida, une chouette en cristal du salon de ma grand-mère, un arbre métallique offert par mon père, un origami dans une sphère représentant la liberté et l’enfermement. Archéologie de la vie, tótems. En eux j’encapsule le temps, en moi je leur fais souvenir.

Beauty, a continuing present

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Cy Twombly

A mi tía Tamara.

Beauty can be found in the things less expected: In the harmony but also in the chaos. In a perfect circle but also in a doodle without specific form. Beauty is not a static concept. It has been extensively defined, explained, analyzed but at the end it can be resumed as that thing that makes us alive. The story we have from an experience, a souvenir that triggers our emotions, a very personal feeling – even if sometimes it involves groups. For Baudelaire it is something weird, for Stendhal it is the promise of happiness, for Kant all the things that provide universal pleasure. It can be superficial or profound, material or spiritual. Any of its forms makes our journey more enjoyable. For us, women, beauty canons have also become a pressure, and for some even a restriction to our total freedom. For others, it is the way to express our sensuality. In this opportunity I would like to talk about the time I discovered beauty in the way someone fought for her life.

My aunt Tamara got lung cancer. She was an electric engineer in times where that career was a rare option amongst women in Venezuela. She worked hard, she was always there for all my cousins and me (she didn’t have kids), and she was the strongest woman I had ever met. She did not ask us for help when she got sick but at some point she was not able to drive and she asked me to take her to her chemotherapies. I saw beauty in her tired eyes. In her tumbling hands. In her pink lipstick but also in her face without makeup. I found beauty in her bald head – that she never hid with a wig. I found beauty in the way she was fighting to be alive while at the same time was enjoying her present.

The clinic was in a building facing «El Avila», the mountain that surrounds Caracas. Caracas, my hometown city is a valley. A valley that my grandmother tells me used to be very fresh and even cold. In the present, it is warmer and it is known for being the second most dangerous city in the world but if there is something that has not changed it is that beautiful mountain. That mountain gives each caraqueño the hope of a better future. It reminds us how lucky we are for being born in a country with such a generous and breathtaking nature. The clouds falling asleep and covering the top of the mountain give us the sense of belonging, the sense of humanity. The beauty that has not been created by the human being becomes a need, an escape, a recall for us to realize our place in this universe. That was the sight my aunt had each time that reddish liquid distanced her from death – or at least that is what she thought. Everyone knew her because she was always smiling and talking to people. She was the forewoman of a construction and she never stopped working. She was stubborn, she was enduring, she was someone who could repair everything at home without calling a technician or a plumber. She was the type of woman I want to be someday.

The day I got my first job interview my parents were not at home. I was in my last year of university and my country was going through political and social changes. In one year we were going to have primary elections and presidential elections. I got an offer to start working in the communication department of the campaign for the opposition. I did not know what to do. I needed advice. I called my aunt. I told her I still had courses at the university and I had to write my thesis and I was not sure it was a good idea to take the job. She told me I had to take it – she said it was a wonderful opportunity to earn experience. She gave me the confidence to take the challenge. I accepted and what at the beginning was going to be a short period work ended up being a one-and-a-half year job. We had two presidential elections in less than two years and one regional election. I learned about myself, about my priorities in life. I traveled throughout Venezuela and saw realities I was only aware of the newspapers or television. That changed my life and made me take further decisions such as pursuing my studies abroad.

My aunt died before I left Venezuela. Her mom – my grandmother – was at her side by the moment she left us. A few hours later my grandmother’s Alzheimer was taking revenge and did not allow her to remember my aunt was not alive anymore. I saw for the first time how the mind could vanish our memories. I experienced first hand the beauty of loss. The absence she left filled our lives. The idea of not having my aunt around made me believe she was always there. Without knowing it she became my role model. Her life and her death defined in a certain way who I am now. How I changed my concept of beauty, not seeing it only in what surrounds me but also in what is not there anymore. I started cherishing even more the blurry line between the sky and the sea that is so normal for people who live in the coast but that even today it takes my breath away. El Avila became that symbol of stillness, of peace. The picture I tend to imagine in my head when I feel sad, or weak.

Beauty, long defined, is that special ingredient that makes an experience, moment, and story worth to remember, to cherish, and to relive in our minds. Beauty is what triggers our soul and mind to be hopeful, to be creative, to be conscious, to be humans, to love and be loved. Beauty is a continuing present; a never-ending feeling that makes us believe in the magic of life.

 

Mots cachés

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Richard Kalvar, Paris, 1971.

 

I

La lune se cache entre les arbres nus, les branches la touchent en essayant de la traverser. Un touriste (ou peut-être pas) prend des photos avec un Rolleiflex. Il soutient son appareil photo avec la délicatesse de qui sait que dans ses mains est gardé le temps, de qui sait que dans cette machine, la vie s’arrête et continue seulement au moment où quelqu’un regarde les photos.

Le photographe est debout, il regarde tout, il attend. La photo se transforme en désir. Le moment est une invention et ses yeux en cherchent. Le touriste (ou peut-être pas) me regarde aussi, il n’a pas aperçu mes plumes noires. Il n’a pas vu que je suis prête pour le vol et que toute la ville est ma destination.

Je survole son instant. Je le laisse attendre la spontanéité créée. L’artifice. Le regard précis qui se pose sur les autres mais jamais sur moi. Personne ne veut se rencontrer dans le regard perdu de qui est toujours prête à s’évader.

 

 

 

Domingo en Aguas Calientes

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Aguas Calientes, Bolivia, 2016. 

Voltea, detrás de ti está el naranjo, me dijo. A mi espalda, la llama torcía su color, giraba a rosa y había, entre las ranuras del final de la tarde, un velo blanco que matizaba el incendio. Los rieles vacíos no eran más que una invitación a la espera del tren que nos llevaría de vuelta a casa. Sus líneas, sin fin aparente, creaban la ilusión de destinos no pensados y de que siempre hay más, que siempre hay una ruta que se extiende y un viaje por iniciar. Sin embargo, los dos varados en el pueblo cuya iglesia no abre y los cerdos salen a comer pasto a diferente hora que las gallinas, esa idea se hacía ridícula. La luz perpendicular sobre la punta izquierda del tejado y la cruz a medio cuerpo, nosotros a cuerpo completo sobre un banco. Miramos las hormigas trasladar el verde. Su paso constante, pero casi imperceptible, nos hizo creer que junto a ellas se movía también el suelo, nuestro suelo. El miedo a la picada, a la reacción alérgica, aceleró nuestro paso. Decidimos caminar por las cuadras, darle vuelta a la manzana. De fondo, a veces música, una cumbia o alguna canción en portugués porque estábamos más cerca de Brasil que de Santa Cruz. Al doblar la esquina, un perro se sintió ofendido por transgredir la línea divisoria, entramos sin saberlo, en el terreno que él tan orgullosamente cuidaba. Nos ladró, de los colmillos guindaba baba, para mí, casi rabia. Sigue caminando, no lo veas. “¿Y si nos persigue y ataca por detrás?». Risas. Ya habíamos dejado atrás al señor de los espacios abandonados cuando de pronto, en la otra esquina un gato masticaba con fe de fin de domingo algo que no identificamos, parecía una culebra. Me asustó. Me excusé diciendo que soy de ciudad, que mis contactos con la naturaleza salvaje se reducían a algunos veranos en los que iba a la finca de mi padrino en Chirgüa, o de mi otro padrino en Acarigua. Recordé con gracia la vez que un sapo tamaño mutante yacía en la poceta donde Jimena acababa de orinar. La circunferencia de la manzana era lo suficientemente pequeña como para que en 15 minutos ya estuviéramos de vuelta al banco donde jugábamos cartas minutos antes. Los cochinos ya no estaban, tampoco los gallos ni las gallinas, los actores habían dejado vacío el escenario. Estábamos los dos, y quien sabe si algún mirón, de esos que durante todo nuestro viaje nos veían con desconfianza y curiosidad.

Cuerpos sumergidos. Expele el barro su calor sobre mi espalda. Turbia corriente sin fondo. 

 Domingo en Aguas Calientes y el cielo que preparaba el relámpago. De frente, la corriente eléctrica dividía la nube en dos, o en tres. Él intentó capturar lo que es efímero, lo que solo estaba para que viéramos sin poder guardarlo. Nos percatamos de que la noche había llegado cuando las dos luces del tren se proyectaron en los rieles. Nos montamos en un tren que mecía la hora, que nos hacía notar con el sonido de su mecánica el avance del tiempo, lo que dejábamos y a donde nos acercábamos. Nos miramos, no reímos tanto esa vez. Al menos no él. Me sentí mercancía en tránsito, producto a destino, bien a ser vendido. A que jamás olvidaremos esto, dije. La tela gastada cubría los asientos, azul otrora eléctrico, ahora más bien opaco. Nos abrazamos en medio de los transeúntes internos que pasaban de un vagón a otro, en medio del vendedor ambulante de aaaasaditos, aaaasaditos y cafecito brasileño, dos bolivianos, cómprelo, en medio de la película a todo volumen que nadie veía y en medio de un entorno ajeno que hicimos nuestro bajo el secreto del ruido y el silencio de las ventanas selladas. 

Hace 5 años

DSCN1946Versailles, Paris, 2015.

Hace 5 años todo era descubrimiento. Primera vez en Europa, primera vez en París, primera vez viviendo sola. Hace 5 años veía con ahínco la manera de sentarse de la chica que lloraba en el metro, o la fisura del habla del que pedía dinero. Hace 5 años, las calles de París eran el escenario para descubrirme, para descubrir, para que el mundo, el otro lado del “charco” se me presentara ante mis ojos. Tenia 21 años, entraba en una universidad con un sistema que era completamente desconocido y daba las gracias en otro idioma que no era el mío. Aprendí de vinos, aprendí de quesos, aprendí que a veces una sonrisa puede ser lo más extraño y que pedir comida por teléfono puede resulta en una pesadilla si el mensajero confunde 5 con 100. También aprendí que no todo silencio es negativo, o que no todo callar es sinónimo de tormenta. A veces simplemente no se sabe qué decir. A veces se ama desde la extraña calma de un corazón que no habla. Hace 5 años fue difícil volver a Caracas, vivir de nuevo con los padres. Pensar que se tenía la independencia que era solo propia de un respiro, de una pausa de la “vida real”. Todo lo vivido parecía un cuento, otra historia. Cinco años después estoy en la misma ciudad. Volví. Al mismo sistema que no entendía, a la misma casa en Levallois que mi hermana Dasza me ofrecía. Volvía a donde tenía que decir merci y no gracias. A sonreír cuando se decía algo que no se entendía y a aceptar que no había nada malo en la equivocación de la R. Que no es mi lengua, pues.

Volver 5 años después, amando ese silencio del sentimiento. Esa levedad del cariño. Aceptando la temporalidad y el pertenecer a un lugar que no se posee. Amando en la distancia, pero amando. Soñando con el encuentro, imaginando la mano rozar el traje, desabotonar la blusa. Acortar la distancia. Cinco años después estoy en esta ciudad que no es mía y tampoco de él (sí, un “él” entra en la historia) pero que es de ambos. Nos despedimos en Saint Lazare, lo recuerdo. Yo crucé a la izquierda y él a la derecha, escaleras abajo. Lloré hasta mi vagón, me senté, había una chica al lado que me dijo “ça va aller” y me dio un pañuelo. La vida, siempre, va. Va y tenemos que ir. En ese momento pensé en la distancia, en la incapacidad del cuerpo de tocar la herida pero ahora, dos meses después entiendo que sí, que la vida siempre va, siempre sigue y que hay amores que cruzan océanos, que hay amores que no se acaban en los labios de nadie y que tienen el tiempo de esta nerviosa paloma que hoy en la tarde se posa en mi balcón para recordarme que el día tiene su hora y que mi vuelo va hacia él.