Una más

Con la esperanza de que cada historia que se suma hoy, sea una que se le resta al futuro.

Vivir lejos de donde se creció hace que los recuerdos los mantengamos en pequeñas vitrinas de cristal, al resguardo del tiempo y del olvido que se va posando en capas, como el polvo. Hay ciertas vivencias, o experiencias traumáticas que colocamos en lugares oscuros de nuestra psique, en compartimientos con llaves que ya no tenemos. O no creemos tener. Y seguimos. Creo que toda mujer que conozco ha hecho esto alguna vez en su vida. Y de pronto algo, una situación, un evento, desvela el recuerdo reprimido y nos da la llave. A veces tenemos la voluntad de abrir el cofre, otras veces no. Todas son válidas.

Las últimas dos semanas he estado en vela leyendo y escuchando los testimonios de mujeres venezolanas víctimas de violencia de género (en sus diferentes presentaciones). Algunas conocidas, otras no. Cada voz que se alza, que se atreve a contar su experiencia, a exponer a su depredador, es un hilo de luz en la oscura sociedad en la que las mujeres sobrevivimos. Es un hilo de luz para entender el nivel de toxicidad en el que estamos sumergidos, y una súplica para que cambiemos patrones, para que nos cuestionemos qué hacer en la deconstrucción de estas dinámicas. Para muchos, es un doloroso mirarse en el espejo del silencio cómplice, para otros una gota más en el vaso del hartazgo. Y para las víctimas, es nuestro momento de ser escuchadas, es nuestro momento de gritar “basta, esto no puede seguir ocurriendo”. Decidir hablar, contar nuestras historias, asumirse “víctima”, sanar, son procesos personales, dolorosos, de largo aliento que cada quien vive de manera individual. Pero dentro de la individualidad de cada caso hay también el reconocerse en la historia de esa mujer que no conocemos, hay también esa sororidad, ese estar juntas, y permanecer juntas.

Las razones que me llevan a contar mi historia son muchas pero la primera es mi necesidad de sumarme a la voz de tantas para visibilizar patrones de conducta que hemos normalizado por tanto tiempo. Patrones que matan y que van contra cualquier idea de sociedad igualitaria. Digo “hemos” porque soy parte de esa sociedad patriarcal que quiero cambiar. Siento que mi miedo a hablar es menor al poder que tiene ser escuchada. A las que deciden quedarse calladas, las entiendo y las abrazo. Porque por cada mujer que ha decidido contar su historia conozco al menos dos que no lo han hecho.

La violencia de género tiene varios grados: desde el micromachismo de todos los días hasta la más terrible: el feminicidio (como dice Luxana en su testimonio). El cambio comienza desde cada uno de estos niveles.

Mi historia data de hace mucho tiempo pero fue hace apenas dos años que confronté a mi abusador. En su reacción, así como en el hecho de pedir perdón por e-mail vemos la esencia de esa toxicidad de la que hablamos las mujeres, de culpabilizar a la víctima, de reducirnos a nada.

Ocurrió hace 13 años. En esa época solía reunirme con mis amigos a jugar RISK. Siempre en casa de mi mejor amigo (quien aún lo es). Él solía buscarme y regresarme. Confieso que al ser la más pequeña del grupo siempre me sentí muy protegida, y cuidada. Nunca me sentí en riesgo o expuesta. A estas reuniones iban amigos de Letras de la UCAB y la UCV y a veces amigos de amigos. Dentro de este grupo extendido estaba X, a quien yo encontraba atractivo. Un día X me escribe que va a jugar RISK en su casa con unos amigos suyos, que si quería ir. Le dije que sí. Me fue a buscar. Al llegar a la casa no había nadie. Sus amigos se habían accidentado y no vendrían. Era la primera vez que no estaba con mi grupo, y que estaba sola con él. Me propuso un trago de jugo de naranja con algún alcohol. Me dijo que si quería ver el consultorio de su abuelo, quien era psiquiatra. En el diván, nos besamos. Me mordió bastante fuerte. Me quería desabotonar el pantalón y le dije que no quería. Que no quería nada más. Me preguntó que por qué, que por qué no quería hacerlo si era algo natural. Recuerdo claramente su “es antinatural no querer hacerlo”, mientras me besaba con fuerza. Quería irme pero no tenía cómo. Él seguía cuestionándome porqué me rechazaba al placer, a entregarme, sin escucharme que yo no quería y procedía con desvestirse. Me forzó a hacerle sexo oral. Acabó en mi boca. Después de eso, me llevó a mi casa. Vomité y lloré. Desperté al día siguiente con la boca bastante inflamada y sin saber muy bien qué explicación dar. No di ninguna.

Después de ese día, él desapareció del grupo. Me lo crucé en eventos literarios, y nos evitábamos. En el momento le conté a mis amigos más cercanos sin estar consciente de lo que había pasado. Sabía que algo estaba mal porque años anteriores había vivido – esta vez siendo a la que le cuentan – una situación similar con una amiga en NYC y había incluido una denuncia. Fue la primera vez que entendí las complejidades e injusticias de demostrar que hubo abuso y la noción legal de consentimiento. Sabía que algo estaba mal pero en el momento no le puse nombre. No podía, no sabía. Con los años, aprendiendo más y más de estos temas, mudándome a Francia, cuna del movimiento feminista, entendí muchas cosas. Entendí lo que me había ocurrido pero nunca tuve necesidad ni interés de enfrentarlo. Porque temía su reacción y porque después de todo, era parte del pasado. Porque prefería ahorrarle ese dolor a mis padres, y a su mamá.

Hasta que una noche de octubre de 2019, X me envió una solicitud de amistad en Facebook. Sentí coraje, sentí ira. Sentí rabia que se atreviera a hacer algo tan banal, como si lo que pasó hace tantos años no era razón suficiente para más nunca dirigirme la palabra. Me sorprendí de la reacción que tuve, manos frías, corazón acelerado, al ver la invitación. La llave se me estaba dando y decidí abrir el compartimiento. Decidí hablarle. Le manifesté mi sorpresa y le dije que me tomó años aceptarlo pero que había abusado de mí. Su reacción y su respuesta fue el segundo acto de violencia de su parte (las partes tachadas son en respeto a algo que me cuenta sobre él que no me toca a mí contar).


Dado el nivel de agresividad con el que me hablaba (además, con horas de diferencia entre un mensaje y el otro), decidí bloquearlo. Me daba terror que mi teléfono fuera receptáculo de mensajes de odio al antojo de su ira. Lo bloquée y dudé de mí. Me dije por un milésimo de segundo “estoy loca, todo me lo inventé”. Dudé de mí y esta es la parte que da más miedo. Que por más que sepamos que lo que decimos sí fue como ocurrió, aún así, el abusador tiene el poder de hacernos creer que no. Le escribí a esos amigos a los que les había contado. Son amigos con los que me he distanciado pero que quiero igual, y que me respondieron. Les pregunté “¿me puedes decir qué recuerdas de lo que pasó con X?”. Me contaron lo que recordaban y coincidía con lo que le había dicho a X. No estaba loca. No estoy loca. A los días, me llegó un correo pidiéndome perdón, por su reacción y por el daño que me pudo haber ocasionado aunque no lo recordara. No le respondí y me sentí mal al no hacerlo. Porque a eso estamos acostumbradas (quizás por la educación católica): a que cuando alguien pide perdón, hay que aceptarlo. Hay que ser “compasivo”. Pero no. No tenemos que perdonarlos.

Comparto su respuesta porque necesito que quede claro que:

  • la víctima nunca tiene la culpa.
  • no es no
  • aceptar ir a la casa de alguien no es sinónimo de aceptar tener relaciones sexuales (estoy contigo Luxana)
  • aceptar un trago no es sinónimo de aceptar tener relaciones sexuales
  • una mujer puede decir no en cualquier momento sin que esto sea un problema o sin tener que ser atacada
  • nada justifica una violencia sexual
  • una violación ocurre también sin penetración y bajo coerción psicológica
  • si obligas a alguien a hacerte sexo oral valiéndote de tu fuerza, de las circunstancias, y de la vulnerabilidad de la mujer, hombre que me lees: eres un violador.
  • no estamos locas, ni somos mucho menos histéricas
  • las víctimas no son responsables de educar a nadie y si deciden hacerlo es porque así lo quieren

“Fabricamos la feminidad como fabricamos también la masculinidad y la virilidad” decía Simone de Beauvoir en los años 70. Llegó el momento de fabricar nuevos patrones de lo que quiere decir ser hombre y deconstruir los patrones nocivos de virilidad tóxica. Este trabajo de desmontaje de lo que somos como sociedad es arduo y requiere de humildad y de saber poner a un lado las inseguridades que justamente son producto de estas dinámicas. Empecemos por escuchar a las víctimas, por hacernos preguntas de cómo hemos podido contribuir a perennizar estos comportamientos pero no nos quedemos ahí, hagamos más: alcemos nuestra voz, eduquémonos, leamos, busquemos ayuda para contribuir a la construcción de una sociedad donde ser mujer no quiera decir vivir con miedo y masculinidad no sea sinónimo de fuerza, abuso y opresión.

Camila Ríos Armas (she/her).

Cuento mi historia que se suma a tantas otras historias de mujeres víctimas de abuso sexual en Venezuela. Para más información sobre el movimiento #yotecreovzla, los invito a consultar https://twitter.com/yotecreovzla

Carlos César

Apuntes de un diario inexistente

Pequeños retazos de quién es mi padre, a través de mis ojos.

CC disfrazado de algún animal imaginario de la Venezuela de los años 60.

Muchas noches, al llegar tarde del trabajo, recuerdo como mi papá, quien no se desataba la corbata hasta llegar a la casa, sacaba del bolsillo interior de su blazer, un Galak. Era mi chocolate favorito.

Cuando estaba en 4to año de bachillerato y no sabía que estudiar un día mi papá me trajo un folleto de Ingeniería de Producción de la USB, diciéndome que quizás me podría interesar. Yo era muy buena en matemáticas y la prueba vocacional había dado que debía estudiar ingeniería mecánica (lo que él estudió). De pequeña me gustaba desarmar juguetes y entender sus mecanismos, lo cual explica porqué él pensaría que alguna ingeniería podría interesarme. Le di las gracias pero le dije que yo sabía que eso no era lo que quería.

Otro día, tocó a la puerta y me dijo que había una carrera nueva en la UNIMET que se llamaba Estudios Liberales y que él creía que sí me interesaría. Buscó una reunión con la directora de la escuela, Elsa Cardozo, hermana de su buen amigo Juan Cardozo. Elsa amorosamente me explicó en qué consistía la carrera y ese día decidí que eso era lo que quería estudiar.

En mi segundo año de EELL (Estudios Liberales) la UNIMET firmó un acuerdo de intercambio de estudios con SciencesPo Paris. Para poder ir en mi tercer o cuarto año, necesitaría nociones intermedias de francés aunque las clases fueran en inglés. Nunca habíamos tenido vínculos con Francia y no éramos francófilos. Mi papá me sugirió ir a la Alianza Francesa, donde había estudiado él cuando yo era pequeña. Me acompañó y me inscribí en las clases de los sábados. Por un tiempo, él me llevaba y buscaba todos los sábados en la mañana a la Alianza de La Castellana, donde conocí a mis amigos Rodrigo y Diego Marcano, y a Emilio Montejo.

El día que decidí que no continuaría con el doble programa Derecho – EELL hubo silencio en la casa y algunas preguntas. Mis buenas notas no justificaban esa decisión. El día que tenía un examen al que decidí no ir – lo cual implicaría que no aprobaría la materia, recuerdo a mi papá tocar la puerta y decirme “Cami, ¿estás segura que no quieres ir? Mejor ir e intentarlo a no ir, ¿no?” A lo que le respondí “Sí, estoy segura, yo sé que no seré abogada y esto en vez de ayudarme me está frenando en otros aspectos de mi vida, como mi escritura”. Hasta el día de hoy agradezco que haya tocado mi puerta y me haya hecho esa pregunta, aunque en el momento me haya parecido inoportuna.

El día que dije que había sido seleccionada para irme a París al intercambio de estudios, también hubo silencio y muchas preguntas. Pero las preguntas nunca fueron para impedirme de hacer algo, sino para buscar soluciones. Hicimos los trámites de CADIVI y en enero de 2011 estaba montándome en un avión para mudarme a lo que sería años después mi ciudad, mi casa, mi lugar. El abrigo que llevaba era el de mi bisabuela Clarisa Ríos, que usó cuando visitó a su hijo en Londres. En mi cartera llevaba una estampita que me dio mi papá para que me protegiera en el camino. Mi mamá me dio un pin con un angelito.

En el viaje más reciente que hizo a París, en enero 2020, justo antes de la pandemia, mi papá me dijo que me veía muy cansada. Fue a la farmacia y me compró una caja de complejo vitamínico B. En ese gesto, y a mis 30 años, me sentí hija.

Cada vez que nos vemos y toca el momento de la partida, mi papá llora como si nos estuviéramos despidiendo por la primera vez. Como si este proceso de vivir lejos no es algo a lo que podamos acostumbrarnos nunca. Yo siempre he sido muy agradecida por su gran capacidad para expresar su amor a las tres mujeres de la casa (y a Tula, nuestra gata).

Cuando nos despedimos por teléfono aún me dice “Dios te bendiga”, aunque ya yo no pida la bendición. Una parte de mí se siente en paz al escuchar esas palabras.

También sabemos reírnos como si nos estuviéramos echando el mismo cuento por la primera vez. Y días después me enviará imágenes que hacen referencia al cuento, para así continuar la risa.

Carlos César nació el 21 de abril de 1958 en Carúpano y hoy celebro su vida, su generosidad, su testarudez a veces y su curiosidad por todo. Deseo que sean muchos los encuentros (y despedidas) que tengamos por delante, con mucha salud y amor.

Feliz cumpleaños, papi.

Patricia

Apuntes de un diario inexistente

Las tonadas de jazz en mi apartamento me dan un ritmo, una cadencia, del tiempo que yo busco ocupar y que tú luchas por recuperar, o quizás por ganar aunque me gusta creer que aún no se ha perdido.

Te tengo en tantos recuerdos alegres de mi infancia y juventud. Aquel día en el que íbamos en el carro a buscar a Lucía y Jimena en la guardería Cinteduc y yo estudiaba para un quiz de biología. Me decías “pero ahiji, relájate un poco, estudias después” y yo, en el carro, con dos niñas jugando, el tráfico, repetía las partes del oído medio. Recuerdo aquella vez que con mi tía Anne me hicieron un disfraz de flor y otro de jirafa, para el colegio. O cuando hacías collares de cerámica en la casa de la abuela y me dejabas ayudarte.

Pablo me recordó esta mañana de cuando nos llevabas al cine, antes de que los cines estuviesen en centros comerciales.

Recuerdo cuando me invitabas a quedarme a dormir en tu casa y me sentía grande, porque hablábamos de muchas cosas.

Recuerdo cuando compartiste embarazo con mi mamá, tu hermana mayor. Las dos hermanas que tuvieron dos niñas solo con dos semanas de diferencia. Al visitarte en la maternidad, le pegué un piojo a la recién nacida. Siempre contabas este cuento riéndote.

Recuerdo cuando me dijiste que para seguir con la tradición, yo sería la madrina de tu hijo así como mi madre era tu madrina y tú eras la mía. Yo solo tenia 16 años.

Me diste el ahijado más inteligente que pude haber pedido. Siempre decías que te sorprendía la buena elección que habían hecho tú y mi tío Gonzalo porque teníamos muchas cosas en común él y yo.

Recuerdo cuando nació Teresa, y nos asustaste mucho porque no fue fácil. Nos tocó cuidar a la bebé mientras tú te recuperabas.

Emigramos y nos distanciamos. Pero siempre que necesitabas hablar de mi ahijado, me escribías, y teníamos ese canal de comunicación abierto. Porque el amor siempre quedó inmutable. Recientemente habíamos retomado esa cercanía que la distancia nos había quitado.

Cuando mis orquídeas se enfermaron, me compartiste tus trucos y remedios.

Cada bromelia de mi casa son un homenaje a las tardes que pasabas con mi abuela ocupándote de la colección que poco a poco fueron haciendo. Ahora eres energía, y amor, mi Madri. Estarás aquí, conmigo, en cada flor y cada planta, porque son mi vínculo contigo.

A comienzos del año me decías que ya me visitarían cuando hayamos pasado todo esto. “Todo esto”, una pandemia. Una pandemia que se siente aún más cruel al tener que despedirte de lejos.

Me visitarán, y mi ahijado vendrá, y estarás siempre aquí, entre nosotros, entre el amor que te tenemos los que te decimos adiós hoy. Y brillarás, como las 4 estrellas con las que decoraste el sobre de la última carta que me escribiste.

[Empecé a escribir este texto cuando mi tía Patricia estaba en terapia intensiva, hoy nos dejó y a ella le dedico y agradezco por todos los momentos vividos.]

Habitando nuevos espacios

Apuntes de un diario inexistente

Lentamente las cosas van tomando su lugar. El cuerpo se habitúa a los espacios, a veces entre tropiezos y otras sabiendo medir mis ángulos. Son más las veces que la cuenta sale mal. Siempre he creído que no logro identificar el tamaño de lo que soy y termina mi pierna, mi muslo, un brazo, golpeándose con algo, el sofá, el marco de la puerta, la mesa. Cuando se cambian de coordenadas toma el cuerpo tiempo para rehabituarse. Para saberse los pasos ciegamente. Y aún así, hasta cuando el camino ha sido recorrido miles de veces, de manera mecánica, en repeticiones espontáneas, suelen haber días en los que no consigo evitar el impacto. Alguien me preguntó una vez si yo había gateado o si caminé directamente. Se cree que los que tenemos prisa en caminar, saltamos la etapa de reconocer el espacio y las dimensiones. Y sin embargo, puedo decirte de memoria cada esquina de aquel apartamento mientras aprendo las ranuras y el crujido del suelo de este. Una transición que aún se siente temporal. El vecino se prepara para ir a su trabajo y yo, que tenía ese sonido como referencia en el antiguo apartamento, me despierto con él. Son apenas las 6am. Rápidamente me doy cuenta que no es el mismo vecino, nuevo lugar, nuevas rutinas.

Me mudé a este apartamento en equinoccio primaveral. Recibí mensajes de mis amigos persas para quienes era año nuevo y motivo de enviar deseos de felicidad y abundancia. Lo tomé como buen augurio. El día que me mudé, era el año nuevo para millones de personas, y sus mensajes me llenaron de energía para centrarme en este nuevo comienzo. Los tulipanes en el patio interior del edificio, recién florecidos, me dan seña de la temporada que comienza. Al verlo, pienso en que nunca he sido persona de plantas con flores. La única que tengo, solo me dio flores cuando la compré. Su verdor y tamaño te dirán que están sanas, pero algo ocurre que nunca llegan a florecer. Al llegar al apartamento veo que la orquídea de Stefania, que pensaría estaba olvidada en una repisa, va a dar flores. Quizás cuido demasiado. Te diría que voy a ignorar la mía, para que así me dé una flor y te reirías. Pero suena a una estrategia bastante infantil. Quizás es este espacio, su luz, los pájaros cantando y la calma de los días que la harán florecer. Si vieras las dos hojas que me dio luego de casi morirse me dirías que va por buen camino pero que le falta vitamina, y me enviarías una de tus recetas para cuidarlas bien. Espero que te despiertes para que hablemos de ellas, mientras tanto, doy lugar en mi nuevo hogar a este muñequito que me diste la última vez que nos vimos, hace 7 años.

A mi madrina.

Polyscias Balfouriana y el amor por las sombras

Apuntes de un diario inexistente

Aquel día en el que nos peleamos, Ariadna, quien se quedaba en nuestro apartamento mientras yo pasaba una temporada en Turquía con Alexis, me escribía diciendo que el espejo de la sala se había caído pero no roto.

El objeto, una versión miniatura de aquellos espejos enormes de marco dorado que decoran las salas y se posan sobre las chimeneas, lo habíamos comprado en una brocante en Place d’Italie, cuando apenas estábamos armando la casa. A Alexis siempre le pareció muy bajo, y tenía razón. Lo colgué tomándome como referencia y mis 1m60cm de altura no dan para mucho.

Cuando Ari me dijo que se había caído pero no roto, sentí el peso de la simbología sobre mis párpados. Estábamos teniendo días un poco complicados pero no eran más que eso: una caída, no una ruptura.

Al volver de viaje en enero, luego de una corta temporada en Madrid, mi planta preferida, esa que nos habían regalado el día de nuestro PACS una de las mejores amigas de Alexis, estaba “triste”. Pareciera como si hubiera sido ella, y no yo, la que inició el año en cama con covid y luego vivió la histórica nevada madrileña.

Polyscias Balfouriana está plantada en un bol transparente que no le permite crecer a su ritmo. Veo las raíces atrapadas en la circunferencia y me pregunto cómo hacer para liberarla sin matarla. ¿Tiene que ser liberada?. Tengo tiempo queriendo llevarla al botanista para que me explique y me ayude pero como siempre ha estado tan bonita, no lo sentía necesario. Temo que sacarla de su atmósfera pueda alterarla. Observo las raíces, entrelazadas, y me digo que no puede ser bueno intentar deshacer esa red de apoyo. Desde que la recibimos me cautivó. La forma y color de las hojas, sus tallos, las raíces a través del vidrio. Durante el confinamiento me dio muchos retoños y curiosidad por saber más de ella. De dónde venía, cómo se llamaba. Descargué una aplicación que ayuda a identificar las plantas y descubrí que se llamaba Polyscias Balfouriana, que viene de Asia Tropical y que le gusta la sombra. “Polyscias” quiere decir “varias sombras” en griego. Compartimos el trópico y esa extraña atracción por el reverso de la luz.

Siempre ha ocupado el mismo lugar en la casa. Hasta ahora. Al ver el follaje amarillento y propenso a la caída, sentí la necesidad de moverla. Cambiarla de un extremo de la sala al otro. Una vez más, establecía analogismos. La planta estaba, sin saberlo, representando en una imagen, la ruptura: hojas cayendo, raíces aferrándose. La dejé donde sentía que debía estar: sobre el mueble que acabábamos de comprar y que llegó justo cuando ya no será utilizado por los dos. Pasaron varias semanas y hoy, luego de cambios de lugar y de luz, atisbo dos nuevos retoños. Vida que nace. Comienzos que vienen.

El espejo nunca fue colgado de nuevo y ahora se prepara para ser embalado. La planta, y sus retoños, son el testimonio de una nueva vida. Sus tallos, el recuerdo de lo que fue y sobre lo que he construido gran parte de mi presente. El mueble vacío: el espacio que siempre pide ser llenado.

06.03.2021.

Polyscias Balfouriana et l’amour pour les ombres

Notes d’un journal inexistant*

Ce jour-là quand nous nous sommes disputés, Ariadna, qui restait dans notre appartement pendant mon séjour en Turquie avec Alexis, m’a écrit en disant que le miroir du salon s’était tombé mais pas cassé.

L’objet, une version miniature de ces immenses miroirs à cadre doré qui décorent les salons et reposent sur les cheminées, nous l’avions acheté dans une brocante à la Place d’Italie, alors que nous venions d’emménager.

Alexis a toujours pensé que le miroir était très bas et il avait raison. Je l’ai accroché en me prenant comme référence et ma hauteur de 1m60cm ne donne pas grand-chose.

Quand Ari m’a dit qu’il s’était tombé mais pas cassé, j’ai senti le poids de la symbologie sur mes paupières. Nous avons eu des jours un peu difficiles mais c’était juste ça: une chute, pas une rupture.

En rentrant d’un voyage en janvier, après un court séjour à Madrid, ma plante préférée, celle que l’un des meilleures amies d’Alexis nous avait offerte le jour de notre PACS, était «triste». On dirait que c’est elle, et non moi, qui a commencé l’année au lit avec Covid et qui a ensuite vécu la chute de neige historique de Madrid.

Polyscias Balfouriana est plantée dans un bol transparent qui ne lui permet pas de pousser à son rythme. Je vois les racines piégées dans la circonférence et je me demande comment la libérer sans la tuer. Doit-elle être libérée ? Je voulais l’emmener chez le botaniste depuis quelque temps pour qu’il m’explique et m’aide mais comme elle a toujours été si belle, je ne le sentais pas nécessaire. Je crains qu’en la retirant de son atmosphère je la tuerait. Je regarde les racines, entrelacées, et je me dis qu’il ne peut pas être bon d’essayer de défaire ce réseau de soutien. Depuis que nous l’avons reçu, j’ai été captivé. La forme et la couleur des feuilles, leurs tiges, les racines à travers le verre. Pendant le confinement, elle m’a donné beaucoup de pousses et j’étais curieuse d’en savoir plus sur elle. D’où venait-elle, quel était son nom ? J’ai téléchargé une application qui aide à identifier le nom des plantes et j’ai découvert qu’elle s’appelait Polyscias Balfouriana, qui vient de l’Asie tropicale et aime l’ombre. «Polyscias» signifie «plusieurs ombres» en grec. Nous partageons les tropiques et cette étrange attraction pour le revers de la lumière.

Elle a toujours occupé la même place dans la maison. Jusqu’à maintenant. En voyant le feuillage jaunâtre et sujet aux chutes, j’ai ressenti le besoin de la déplacer. La déplacer d’un bout à l’autre de la pièce. Une fois de plus, des analogies. La plante représentait, à son insu, la rupture en une image : feuilles tombantes, racines accrochées. Je l’ai laissé là où je pensais qu’elle devait être: sur le meuble que nous venons d’acheter et qui est arrivé juste au moment où il ne sera plus utilisé par nous deux. Plusieurs semaines se sont écoulées et aujourd’hui, après les changements de lieu et de lumière, je vois deux nouvelles pousses. La vie qui est née. Les débuts à venir.

Le miroir n’a plus jamais été raccroché et se prépare maintenant à être emballé. La plante et ses pousses sont le témoignage d’une nouvelle vie. Ses tiges, le souvenir de ce que c’était et sur ce que j’ai construit une grande partie de mon présent. Le meuble vide: l’espace qui demande toujours à être rempli.

* La version en français n’est qu’un exercice. Cette traduction n’a pas été corrigée.

Esta extraña obsesión por los objetos

Apuntes de un diario inexistente

“Inmortalizar el momento”, una frase utilizada en publicidad de servicios de impresiones de fotos, o de venta de cámaras. Hablo de la época en la que teníamos que tener un objeto para tomar una foto. En la que teníamos que pensar qué fotos tomar porque el rollo era limitado, cuando no había una nube capaz de agrandarse si pagamos un mejor plan de almacenamiento. Esos días en los que los momentos especiales o convenciones sociales exigían una muestra de existencia, un “esto ocurrió”. Preferiblemente eventos felices porque para los tristes pareciera ser suficiente el mero recuerdo caprichoso que nos visita cuando lo desea, pero no la imagen. Teníamos que esperar a ver lo que habíamos fotografiado. La fotografía era en sí misma un recuerdo. Siempre. Claro que habían las instantáneas, que antecedieron a lo que vino después: la necesidad de reconocernos inmediatamente en el sentimiento que estamos viviendo. Un selfie, una foto del momento y visualizarla para así convertir el instante en algo real, tangible, inmortal.

Nos gusta vernos a nosotros mismos porque de esta manera afirmamos el ahora. Sin embargo, el día a día se nos escapa de los dedos y no lo documentamos. Están los que tienen un proyecto profesional, las madres y los padres bajo el hechizo del hijo, o los que tienen una mascota, u otra obsesión y llenan el carrete del iPhone con más de 2000 fotos del mismo tema. No hablo de esas personas ni de esa cotidianidad. Me refiero a la rutina mecánica que gira sus engranajes todos los días de la misma manera. A la ventana que siempre vemos, a la planta que tenemos en el mismo lugar desde hace años, a la cafetera que hace el café siempre de la misma manera, al señor que nos vende el pan, a la parada de bus, a la persona que duerme a nuestro lado, etc. No pensamos en la fugacidad de las cosas porque si lo hiciéramos, no sabríamos disfrutarlo, dicen algunos. Que si lo hacemos, no podríamos vivir sin sufrimiento, dicen otros. Quizás es cierto.

Desde que vivo en este apartamento, cada día ha sido un asombro, un nuevo suspiro al ver la ventana, un nuevo “no me lo creo”. Cada visita a la señora donde compro el vino, o al carnicero, mientras el mismo hombre canta canciones clichés francesas aunque no haya turistas – lo cual me hace pensar que lo hace más por él que por los otros – es un “qué increíble puede ser esta ciudad”. Tengo fotos de cuando nos mudamos y no había nada, de cuando lo fuimos cambiando, de cada objeto, de cada planta. No las tomé pensando en tener un registro de los cambios o recuerdos para el futuro, las tomé en una inocente intención de capsular la paz que sentía, la alegría y el amor.

Toda mudanza siempre trae movimientos telúricos que conjuran la tristeza de lo que se deja y lo nuevo que viene. Cuando el porvenir inmediato ha sido tejido con ilusión, el temblor es menos profundo a cuando se deja una certeza para entrar en la desconocida red de nuestras sombras. Desmantelar un apartamento de a dos es un proceso de excavación doloroso. Como si decidiendo con qué objeto quedarse estuviéramos decidiendo qué memoria guardar. Este plato que compramos en Poitiers o la alfombra que cargamos desde Capadocia, y los cubiertos de bistro que le compramos a un cubano instalado en París, o la mesita de la sala que cargamos bajo la lluvia hasta que nos montamos en un bus creyendo tener refugio y encontrándonos con una batalla de coches de niños y gente bastante malhumorada.

Los objetos, cuencos contenedores de memorias. Catalizadores de historias. Mi relación materialista con ellos se explica por mi obsesión con los recuerdos. El objeto se transforma en el medio para invocar una vivencia y así revivirla. Su existencia no depende de mí pero su significado sí. Anclo entonces mi capacidad de recordar a algo visual : una postal, una foto, un objeto tomado de un viaje, un animal moldeado de arcilla por un refugiado en Calais, el ángel tallado por algún artesano en Mérida, un búho de cristal que decoraba la sala de estar de mi abuela, una árbol metálico regalo de mi padre, un origami en su cúpula, signo de libertad y encierro. Arqueología de la vida, tótems. En ellos encapsulo el tiempo, en mí lo hago remembranza.

22.02.2021

Cette étrange obsession pour les objets

Version française (sans corriger)

Immortaliser le moment, une phrase souvent utilisée dans la publicité des services d’impressions des photos, ou de vente d’appareils de photo. Je parle de l’époque où on avait besoin d’un “appareil” pour prendre une photo. Où on devait bien réfléchir avant de prendre une photo, car la pellicule n’était pas illimitée, une époque où on ne disposait pas d’un nuage (cloud) avec la capacité de grandir si on payait pour plus de stockage. Je parle des jours dans lesquels les moments importants, ou les “conventions sociales” demandaient une preuve d’existence, un message “cela a eu lieu”. Préférablement des événements heureux, car pour les tristes la visite sans prévenir du souvenir capricieux nous suffit, nous n’avons pas besoin d’une image de cela. À cette époque, on devait attendre pour découvrir ce que nous avions photographié. La photographie était en soi-même, un souvenir. Toujours. Certes, il y avait les instantanées, prédécesseures a ce qui est arrivé plus tard : le besoin de nous reconnaître immédiatement dans le sentiment que nous expérimentons. Un selfie, une photo du moment et la visualiser pour ainsi convertir l’instant en réalité, tangible, immortel. Nous aimons nous regarder dans les photos, car de cette façon nous réaffirmons le présent. Cependant, au jour le jour s’échappe de nos doigts et nous ne le documentons pas. Il y a ceux qui ont un projet professionnel, les mères et les pères sous le charme de leur enfant, ou ceux qui ont un animal de compagnie, ou une obsession et qui remplissent leur portable avec plus de 2000 photos sur la même thématique. Je ne parle pas de ces personnes, ni de cette quotidienneté. Je fais allusion à la routine mécanique qui tourne ses engrenages tous les jours de la même façon. À la fenêtre à travers laquelle on observe, à la plante que nous avons dans le même endroit depuis des années, au monsieur qui nous vend le pain, à l’arrêt du bus, à la personne qui dort à notre côté. Nous ne pensons pas à la fugacité des choses, car si on le faisait, on ne pourrait pas y en profiter, dissent certains. Car si on le faisait, nous ne pourrions pas vivre sans souffrance, dissent les autres. Peut-être, c’est vrai.

Depuis que j’habite dans cet appartement, chaque jour a été une surprise, un nouveau soupir en regardant par la fenêtre, un nouveau “je ne me le crois pas”. Chaque visite chez la dame qui vend les vins, ou à la boucherie, pendant que le chanteur chant les chansons françaises clichées même s’il n’y a pas de touristes (ce qui nous fait penser qu’il le fait pour son propre plaisir et pas pour faire plaisir aux autres), c’est une “cette ville est incroyable”. J’ai des photos de quand nous avons déménagé et l’espace était à moitié-vide, des changements faits, de chaque objet, de chaque plante qui s’ajoutait à la collection. Je ne les ai pas prises avec l’intention de faire un registre des changements ou pour avoir des souvenirs dans le futur, mais plutôt avec la naïveté d’encapsuler la paix, le bonheur et l’amour.

Tout déménagement provoque toujours des mouvements telluriques qui regroupent la tristesse laissé derrière nous et l’avenir. Quand le futur immédiat a été tissé avec de l’illusion, le tremblement de terre est moins fort à quand on laisse derrière nous une certitude pour rentrer dans le filet de nos ombres. Démonter un appartement de deux est un processus d’excavation douloureux. Comme si on choisissant l’objet à garder on choisissait aussi quel souvenir reste avec nous. Cette assiette que nous avons acheté à Poitiers, ou le tapis que nous avons porté depuis la Cappadoce, et les couverts de bistro achetés à un cubain résident à Paris, ou la table basse que nous avons porté sur les bras sous la pluie jusqu’à avoir trouvé un bus pour prendre refuge pour nous retrouver entre les poussettes et les mamans désespérées.

Les objets, des bols contenant des mémoires. Catalyseurs des histoires. Ma relation matérialiste avec eux s’explique par mon obsession avec les souvenirs. L’objet se transforme en moyen pour invoquer une expérience de vie et la revivre. Son existence ne dépend pas de moi mais la signification donnée, oui. Je fais ancrer ma capacité de me rappeler des événements à une chose visuelle : une carte postale, une photo, un objet acheté dans un voyage, un animal modelé en argile par une réfugié à Calais, l’ange en bois fait par un artisan à Merida, une chouette en cristal du salon de ma grand-mère, un arbre métallique offert par mon père, un origami dans une sphère représentant la liberté et l’enfermement. Archéologie de la vie, tótems. En eux j’encapsule le temps, en moi je leur fais souvenir.

«Ne vous inquiétez pas, Madame, je transférerai votre dossier». Ou une histoire de désamour avec l’administration française

 

Friday, 19 June 1998.

© Guy Le Querrec/Magnum Photos

– Désolée, madame, il dit que ça ne va pas passer. 

– Ça veut dire quoi exactement ?

– Que deux personnes ne peuvent pas avoir une vie de couple si elles habitent dans des pays différents. 

– Madame, on est au 21ème siècle. 

– Oui, je comprends très bien madame mais s’il a dit ça c’est parce qu’il a ses raisons. 

Il, c’est une personne sans nom, un homme. C’est plutôt un bras, ou la moitié d’un bras. Depuis la chaise où je suis assise je vois son bureau et son bras. C’est qui lui ? Cet homme qui a ses raisons ? Est-ce qu’il a un nom ? Pour moi c’est l’homme qui, sans m’avoir parlé, a décidé que mon dossier de demande du titre de vie privée et familiale ne passera pas. Le messager, une dame dans sa cinquantaine. Je vois dans ses mouvements la représentation d’une administration rigide, dont le temps a gagné la course. Elle révise chaque document minutieusement, elle explique  sur une feuille le contenu de chaque page, après l’avoir numérotée. “Passeport, expédié à Caracas, date d’expiration 22 juillet 2019, annexe à celui-ci la vignette qui prolonge sa validité jusqu’au 9 mai 2021”. Le rythme de sa calligraphie fait augmenter mon angoisse. A chaque boucle du F, ou du L, ou la courbe du numéro 9, je prends une profonde respiration imaginaire. Je commence à penser aux défis de la dématérialisation des démarches administratives, aux difficultés de sa mise en place, je m’envole dans mes pensées jusqu’au point final du paragraphe que la dame venait de finir m’alerte de l’atterrissage.

– Ne vous inquiétez pas madame, je vais transférer votre dossier au département des professions libérales. Voici votre convocation pour septembre. Elle me donne le papier intitulé CONVOCATION avec l’heure du RDV écrit à la main. Elle n’a pas demandé si c’était cela que je voulais faire. 

On était en juillet et c’était déjà mon deuxième RDV pour le titre de VPF. Le premier RDV avait eu lieu en avril. A et moi nous sommes présentés avec les pièces à fournir indiquées dans le site web de la préfecture. Nous avions lu des blogs et des forums concernant la demande de ce titre. Nous étions préparés avec des documents qui montraient notre vie commune depuis plus de deux ans : billets des vols, factures, courrier à la même adresse, entre autres. 

Cette fois-ci notre interlocuteur a été un homme mais aussi dans sa cinquantaine. Il y avait des pièces qu’il n’a pas accepté même si elles étaient dans la liste, et vice-versa. Mon espoir de réussir s’effaçait avec chaque regard qu’il donnait à mes documents. En scrutant mon passeport, il annonce : 

– Madame il vous faut un nouveau passeport

– Oui, tout à fait mais j’ai fait la demande en janvier et je suis encore dans l’attente. 

– Et cela prend combien de temps ? 

– Je ne sais pas

Je lui ai fourni une lettre du consulat vénézuélien en expliquant que j’avais entamé la démarche pour avoir la vignette depuis janvier et que celle-ci était en cours de réalisation. Difficile d’expliquer au Monsieur que mon pays est un État failli et que la migration vénézuélienne est la pire dans l’histoire de l’Amérique Latine, avec presque 4 millions de personnes en situation d’exil dans le continent dont beaucoup sans accès à un passeport. J’aurais aimé pouvoir avoir une réponse à sa question, naïve et presque insolente. 

– Vous n’avez pas suffisamment de preuves de vie ensemble.

Il s’en va et reviens avec un document à nous faire signer comme quoi nous déclarons sur l’honneur que cela fait plus d’un an que nous sommes ensemble

– Je vous convoque pour juillet, on n’aura pas besoin de votre présence, Monsieur [en parlant à A]. Il échangeait avec nous en discutant avec sa collègue de la personne qui venait de passer au guichet à côté du nôtre. Ils se moquaient de son accent.

On sort de ce RDV avec un récépissé qui prolongeait mon titre expiré en décembre passé jusqu’en juillet, et une convocation pour revenir dans 4 mois. 

Entre temps, A a trouvé une mission de 2 ans en Turquie et il est parti. 

Le 4 juillet, l’administration m’a demandé des documents qui n’étaient pas “pertinents” selon l’administrateur qui m’avait reçu en avril, et refusait d’utiliser la photo que j’avais déjà donnée lors du dernier RDV. 

Le 4 juillet, les problèmes n’étaient pas les pièces fournies, non plus mon passeport, mais qu’A habitait à l’étranger. Comme si, avec ma situation légale en France, nous aurions pu déménager ensemble. Comme si une décision aussi personnelle de continuer notre relation à distance devrait affecter mon séjour ici ou effacerait tous les autres liens que j’ai avec la France. 

Le 4 juillet j’étais rassurée que mon dossier serait transféré mais c’était à moi de demander un récépissé et éviter de partir de la préfecture sans rien. 

Le 4 juillet la demande n’est pas passée mais je n’ai pas reçu non plus un refus de demande (pour avoir le droit de passer en commission de révision) et je n’ai pas eu non plus l’opportunité de lui parler. 

Le 4 juillet, personne m’a demandé quelle était ma profession libérale et j’étais tellement stressée que je l’ai laissé passer. 

Le 4 juillet n’était pas différent de tous les autres RDV précédents. Certes, j’aurais pu m’exprimer, je parle français mais lors de ce contexte, cela me sert seulement à comprendre les mots de la personne qui me parle mais pas à me défendre. Je suis partie de la Préfecture avec le sentiment que malgré tout ce que j’ai accompli ici, ma vie en France était temporaire. Le 4 juillet je me suis sentie doublement sans patrie (devrait-je dire, apatride ?).  

Cela fait 5 ans que j’habite en France et 8 ans depuis la première fois que j’ai vécu à Paris. Je suis venue pour faire un Master à Sciences Po Paris. Une fois diplômée, après avoir travaillé dans une ONG internationale, j’ai fondé une association reconnue d’intérêt général et je dédie ma vie à faire de notre société un endroit plus inclusif où l’éducation des personnes réfugiées soit valorisée. Depuis 2018 nous avons accompagné et orienté plus de 150 personnes à reprendre leurs études. Je suis invitée aux conférences à l’étranger où je suis parfois la seule “représentante” de la France car l’association est française. Je partage ma vie avec un français, j’ai construit grande partie de mes projets professionnels et personnels à Paris, je paye mensuellement mes impôts et cotisations sociales, mais rien de tout cela est important car A et moi habitons dans des pays différents. Selon l’administration française, nous sommes pacsés mais la distance efface tout droit à avoir un titre pour être la partenaire d’un citoyen français.

En sortant de l’UE pour aller en Turquie j’ai dû expliquer au monsieur de contrôle des frontières à Munich que mon passeport n’était pas expiré (qu’il fallait lire la vignette qui prolonge sa validité) et que mon titre en France est un carte expirée avec un récépissé valable jusqu’à  octobre.

J’aurais aimé lui dire que ma vie en France n’est pas temporaire, que pendant je fais de Paris ma ville d’accueil, la mienne se vide chaque mois un peu plus.

Je n’ai pas eu besoin de le faire car en regardant mes documents il m’a dit “It is ok, you don’t need a stamp because you are a French resident”. 

Sans le savoir, ce policier allemand avait prononcé avec un ton naturel, les mots, qu’avec impatience, j’attends depuis décembre. 

 

CRA
Paris, 03 septembre 2019 

Tierra Nullius

 

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Como si por cada cuerda destilara el dolor que nos une de lejos, y de cerca. A los que nos fuimos y a los que se quedaron. Este ritmo que hoy decimos país nos danza la tristeza, teje la nostalgia con la cual nos arropamos las mañanas en las que el sol no entra por la ventana y el gris se hace sol. Tantos jóvenes muertos y tantos más los días cuyo destino sea la incertidumbre de un aula vacía, y la certeza de una bala. Cada instrumento en escena nos lleva a un recuerdo. La memoria de una infancia, familiares en otras orillas, sabores perdidos entre las nuevas especies y hierbas que condimentan nuestra comida.

Terra Nullius nuestro país, que es de todos pero no es de nadie.
Terra Nullius la morgue donde yacen compilados los cadáveres.
Terra Nullius el fozo donde los hermanitos entierran al bebé que muere de desnutrición.Ella, valiente, nos dice que el concierto es un homenaje a ellos, entre los cuales está su prima, Victoria, quien murió de cáncer sin poder recibir medicamentos. Murió porque un grupo decidió que el poder vale más que la vida. Ella, y todos los otros, se han ido porque tenemos un regimen que deja morir, y mata, a sus ciudadanos.

Desde esta sala, en la Cité Universitaire, me he transportado a Cumaná, a mis vacaciones en Acarigua, a un país que cada día siento que me pertenece menos y que por esa misma razón, lo recuerdo más. El país, nuestras raíces, emana, agua que corre entre los dedos, del arpa, de las maracas y de las cuatro cuerdas que resuenan esta casa interior.

Chaque accord nous donne les nuances de la souffrance qui nous réunis, à ceux qui ont décidé de partir, et ceux qui sont restés. Ce rythme, que ce soir nous appelons pays, fait dancer la tristesse, et entrelace les fils de la nostalgie avec lesquels nous nous couvrons les matins où le soleil est remplacé par des nuages. Tant de jeunes morts et d’autant plus de jours dont le destin est l’incertitude d’une salle de cours vide, et la certitude d’un bal. Chaque instrument en scène nous amène à un souvenir. Les souvenirs de notre enfance, la famille lointaine, les saveurs introuvables.

Terra Nullius notre pays, qui appartient à tous mais à personne.
Terra Nullius la morgue où se trouvent les cadavres empilés.
Terra Nullius l’abime où les frères enterrent le bébé mort par la famine.

Elle, courageuse, nous dit que le concert est en leur hommage. En particulier à sa cousine, Victoria, qui est morte à cause du cancer sans avoir pu accéder au traitement. Morte parce qu’un groupe a décidé que le pouvoir vaut plus que la vie elle-même. Elle, et tous les autres, nous ont quittés à cause d’un régime qui laisse mourir, et tue ses citoyens.

Depuis cette salle, à la Cité Universitaire, je me suis transportée à Cumaná, à l’époque de mes vacances en Acarigua. J’ai voyagé à un pays que je sens ne plus m’appartenir et, pour cette même raison, j’y pense avec plus d’intensité. Ce pays, nos racines, sont l’eau qui passe entre les doigts. Il découle de l’harpe, des maracas et des quatre cordes qui résonnent cette maison intérieure.

Dans la Rue du Commerce

dans la rue du commerce

il y a des gens pressés, leurs pas déjà en retard

et d’autres sans la pression de l’heure

il y a des hommes qui parlent au téléphone en disant “je le ferai à toute à l’heure”

il y a des femmes qui parlent au téléphone en suppliant “attends-moi, je suis en chemin”

il y en a qui demandent de l’argent mais que dissent d’abord “bonjjjouuur, Ma-a-a-dame”

il y a une dame qui est toujours perdue et qui tente sa chance à différents points de la rue sans trouver des yeux qui la regardent

il y a des fruits triés par couleurs et des ananas coupés par leurs moitiés verticales

il y a de caisses de fruits avec “la violette” écrit dessus

il y a une église qui attend les croyants et des escaliers qui reçoivent le froid que s’en va

il y a la solitude dans les chaussures d’une veuille dame: G pour gauche et D pour droite écrit en crayon noir

il y a un tabac où les gens achètent des cigarettes sans marque, tous les paquets uniformes en vert militaire

il y a un restaurant avec une façade bleu que vend des fruits de mer et une lasagne de saumon que je n’ai jamais gouté

Il y a une fromagerie en deuil parce que le bébé des propriétaires est né mort

Il y une boucherie que vend des andouillettes et du carpaccio à 2,30 euros.

il y a une magasin que vend des slips marque “Arthur”

il y a des spring rolls parfaitement arrangés dans le traiteur “asiatique” et la question flottante “est-ce que tout la nourriture asiatique c’est pareille ?”

dans la coin, à gauche, il y a les rayons du soleil qui me frappent aussi fort que les bras du clochard qui demande une petite pièce

et toute droit

un arbre mort

qui ne va jamais sentir la vie s’épanouir de ses branches.

Yo también doy mi palabra. Impresiones libres e inexactas sobre el pabellón de Venezuela en la Bienal de Venecia 2015.

 

Fotografías: Marco Bell. Venecia, mayo, 2015.

[Según Morella Jurado, directora del Instituto de las Artes de la Imagen y el Espacio (Iartes): «Vamos a dar nuestra palabra al mundo de que somos un territorio de paz”].

[Trabajamos con la descolonización, con el tema indígena, no desde lo arqueológico, sino reivindicando a los pueblos, sus saberes, para no permitir que se destruya su herencia», Morella Jurado]

[«Se trata de la rebelión de los pueblos del sur, de los desdentados, desposeídos, las mujeres, que hacen frente a ese poder hegemónico que se quiere apropiar, expoliar nuestras culturas, cuerpos y territorios» Argelia Bravo]

[«Denuncia contra el machismo, contra la contaminación y a favor de la ecología» Efe Óscar Sotillo Meneses, comisario del pabellón]

 

Venezuela fue el primer país sudamericano en construir un pabellón en la Bienal de Venecia, cuya primera edición data de 1895. Se terminó de construir en 1956, bajo la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Estuvo a cargo de Carlos Scarpa, arquitecto italiano y amigo de Graziano Gasparini, quien fue, a su vez, el artífice de la inclusión de Venezuela en el “Giardini de la Biennale”, centro donde se ubican los 30 pabellones nacionales permanentes. Venezuela, quedó, para siempre, entre Rusia y Suiza.

En 2015, visité por primera vez Venecia, por primera vez Italia, y por primera vez la Bienal, la cual se presentaba como el máximo atractivo del viaje.

Comienza la visita a nuestro pabellón: una canoa en la entrada, al aire libre, una pared roja de fondo y letras negras que decían “Te doy mi palabra». Las paredes del jardín estaban cubiertas con líneas tricolor que nacían de la embarcación y terminaban en algunos versos de Gustavo Pereira, escritor del preámbulo de nuestra maltratada Constitución. La Venezuela que nace de la canoa, de nuestras raíces. Cuidado de equivocarse de qué raíces hablamos. Al entrar, a mano derecha, vendían en una mesita posters de una mujer encapuchada con senos de silicona dando de mamar a un bebé. Lo acompañan unas postales del blanco sobre blanco de Reverón. Había, también, un cuaderno para dejar impresiones y comentarios sobre el trabajo de los dos artistas exhibidos: Argelia Bravo y Félix Molina, pero solo llegué a leer un “Viva Chávez” y un “Comandante eterno”. ¿Quién dijo que esto era sobre arte? ¿Vive Chávez en la teta de silicona del poster que no voy a comprar? me pregunto.

Continúa el recorrido. Leo un texto sobre “la palabra”. Texto inconexo al resto de la exhibición, así como la canoa tatuada de patriotismo easy made. En medio de una oscuridad reinante, dos salas una al frente de la otra. Un video de calidad dudosa me muestra a tres mujeres sin rostros que detallar, encapuchadas. Son las madres que alimentan con su leche los hijos de la patria de Chávez, las nuevas generaciones. Himno nacional de fondo. Las madres de esa patria se me presentan como seres anónimos. Identidad irrelevante, inaccesible. No somos individuos, somos una sola masa, no hay voces, hay una voz. ¿no lo entienden?, imagino que me dicen.

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Se le presenta al visitante otro videoarte. En este caso tengo ante mí a una mujer con unas cucharas de madera. Tierra, nuestras raíces. No se equivoquen de cuáles raíces. La mujer venezolana, una vez más sin rostro visible. La leyenda reza “Virgen de la Cuchara”. ¿Es esta a la Virgen que le rezan las bocas hambrientas que esperan la llegada del pollo o la carne a los anaqueles vacíos? ¿O el café? ¿O la leche? Virgen de la Cuchara, a ti te rezo para que me alimentes con yuca y ñame. A ti te rezo para que aceleres la cola. A ti te rezo para que mi número de cédula trasmute y así pueda ir a comprar todos los días. A ti, Virgencita de la Cuchara, te rezo para que la soberanía de mi plato vacío no sea violada. Como patria, virgencita, como discurso, como palabra hueca. Como paz, pero solo la que ellos nombren.

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En la sala continúa, varios videos. Los audífonos guindan, cuerpos caídos, rotos. Ante mis ojos, tres mujeres camufladas y con lentes de sol. Ramas y árboles salen de sus trajes. Toman papelón con limón. Nuestras raíces. El trío reivindicador de “las malezas” lee el comunicado en el que se pide el “restablecimiento del debido proceso de las plantas”. La FAO – que justo acaba de premiar al gobierno de Maduro por su loable gestión en materia de alimentación – es enemigo de los vegetales. “No queremos veneno en nuestros platos”, “pedimos por el cese de las hostilidades del exterminio de las hierbas y bombas tóxicas como pesticidas». ¿Se dan cuenta de que se parodian a sí mismos?, me pregunto. Terminan gritando desenfrenadamente que “sí les importa un bledo”. Patria orgánica, patria bio.

Siguiente video: “Clase de cultura I dictada por una experta”.  Una niña – una vez más, encapuchada – hablando de las recetas de su abuela. Dice “el ñame es una verdura. La gente aquí no sabe porque lo que hacen es comprá’ y comprá’”. Sus ojos y boca nos cuentan “mi abuela abre el hueco y yo le echo la bromita. Dura 6 meses y nace una piñita”.  ¿Esta propuesta artística es realmente una lucha contra el machismo, como dice su autora?.

«¿Por qué será que hay tanta ignorancia?»

Somos el ñame, la yuca, la canoa de madera rayada de tricolor. ¿Somos eso y nada más? Reduccionismo absurdo.

No somos la violencia que deja huérfanos a niños, madres, padres, abuelos, o el hambre que mata al que no consigue qué comer, no somos tampoco el último modelo del teléfono que todos desean y algunos consiguen, ni la antena de DIRECTV que se ven en las casas en los cerros. No somos las colas en Bershka o Zara. Ni la Coca-Cola y pasta que es almuerzo y cena de tantos. Tampoco somos el secuestrador que se lleva hasta el cepillo de dientes y pelea con su cómplice para repartirse lo que se roban. Somos la raíz, el ocumo, la mujer virgen violada por la patria, madre, esa que no sale de la cocina y que siembra “bromitas” y no semillas. No somos la mujer que murió por ponerse unas tetas de silicona, ni la madre adolescente que le lleva 12 años a su hijo. Somos joropo, cuatro, plátano frito, yuca, pescado. ¿Cómo no aceptar que somos también muerte, odio, deseo, envidia, estética Miss Venezuela y colas en McDonalds luego de una marcha oficialista?.

Otro video: tres mujeres cantando María moñitos me convidó a comer plátano con arroz… La letra proyectada en idiomas diversos: ruso, inglés, etc. Las líneas que vienen del patio se extienden hasta escribir “casabe». No lo podemos leer porque la sala está a oscuras. Mi amigo pide que prendan las luces para poder apreciar la «obra de arte”. Le dice a la guía de sala “mi amor, pero así no podemos apreciar esta maravilla”. Ella, obediente, prende las luces. ¿Y qué pasó con el montaje? ¿Y dónde está el trabajo de todos los profesionales que tenemos en el área? ¿Por qué descuidar los detalles? ¿Por qué esta estética de la mediocridad, lo hecho a medias, lo mal hecho?

Oscuro el lugar en el que me encuentro como venezolana que no se reconoce en una maría moñitos cantada por mujeres encapuchadas. Quiero rostros, quiero historias con nombres, quiero personas que me digan quiénes son, qué hacen, a donde van. Quiero individuos, no masas.

María moñitos tiene para mí la voz de mi bisabuela, quien siempre me la cantaba en casa luego de almorzar. Sí tenemos raíces comunes, sí queremos recordar y preservar la memoria de dónde venimos pero este discurso ideológico ha pintado nuestro pasado y el presente de un solo color, y pretende también, echar brochazos al futuro. Cambiar el recuerdo y la historia para los que nacen en un país sin puentes pero con muchas orillas e islas. En estos videos piden el cese de la “hipócrita persecución de las hierbas”, yo pido el cese de la hipócrita impostura de hacernos creer que somos solo algo, solo un lado, solo una raíz, solo la yuca que tiende la indígena para hacer casabe, solo el papelón con limón que toman las encapuchadas, solo la teta al aire para alimentar al bebé con leche rancia de patria muerta, solo eso o nada. O solo lo otro. Yo doy mi palabra de que somos, lo juro, todo esto y más. Aceptarlo es tarea pendiente para todos, quizás, incluso para mí misma.

Referencias:  http://www.vtv.gob.ve/articulos/2015/04/06/venezuela-asistira-a-la-bienal-de-venecia-bajo-el-lema-201cte-doy-mi-palabra201d-1139.html

http://www.eluniversal.com/arte-y-entretenimiento/150506/venezuela-mira-hacia-sus-origenes-indigenas-en-la-56-bienal-de-venecia