Tierra Nullius

 

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Como si por cada cuerda destilara el dolor que nos une de lejos, y de cerca. A los que nos fuimos y a los que se quedaron. Este ritmo que hoy decimos país nos danza la tristeza, teje la nostalgia con la cual nos arropamos las mañanas en las que el sol no entra por la ventana y el gris se hace sol. Tantos jóvenes muertos y tantos más los días cuyo destino sea la incertidumbre de un aula vacía, y la certeza de una bala. Cada instrumento en escena nos lleva a un recuerdo. La memoria de una infancia, familiares en otras orillas, sabores perdidos entre las nuevas especies y hierbas que condimentan nuestra comida.

Terra Nullius nuestro país, que es de todos pero no es de nadie.
Terra Nullius la morgue donde yacen compilados los cadáveres.
Terra Nullius el fozo donde los hermanitos entierran al bebé que muere de desnutrición.Ella, valiente, nos dice que el concierto es un homenaje a ellos, entre los cuales está su prima, Victoria, quien murió de cáncer sin poder recibir medicamentos. Murió porque un grupo decidió que el poder vale más que la vida. Ella, y todos los otros, se han ido porque tenemos un regimen que deja morir, y mata, a sus ciudadanos.

Desde esta sala, en la Cité Universitaire, me he transportado a Cumaná, a mis vacaciones en Acarigua, a un país que cada día siento que me pertenece menos y que por esa misma razón, lo recuerdo más. El país, nuestras raíces, emana, agua que corre entre los dedos, del arpa, de las maracas y de las cuatro cuerdas que resuenan esta casa interior.

Chaque accord nous donne les nuances de la souffrance qui nous réunis, à ceux qui ont décidé de partir, et ceux qui sont restés. Ce rythme, que ce soir nous appelons pays, fait dancer la tristesse, et entrelace les fils de la nostalgie avec lesquels nous nous couvrons les matins où le soleil est remplacé par des nuages. Tant de jeunes morts et d’autant plus de jours dont le destin est l’incertitude d’une salle de cours vide, et la certitude d’un bal. Chaque instrument en scène nous amène à un souvenir. Les souvenirs de notre enfance, la famille lointaine, les saveurs introuvables.

Terra Nullius notre pays, qui appartient à tous mais à personne.
Terra Nullius la morgue où se trouvent les cadavres empilés.
Terra Nullius l’abime où les frères enterrent le bébé mort par la famine.

Elle, courageuse, nous dit que le concert est en leur hommage. En particulier à sa cousine, Victoria, qui est morte à cause du cancer sans avoir pu accéder au traitement. Morte parce qu’un groupe a décidé que le pouvoir vaut plus que la vie elle-même. Elle, et tous les autres, nous ont quittés à cause d’un régime qui laisse mourir, et tue ses citoyens.

Depuis cette salle, à la Cité Universitaire, je me suis transportée à Cumaná, à l’époque de mes vacances en Acarigua. J’ai voyagé à un pays que je sens ne plus m’appartenir et, pour cette même raison, j’y pense avec plus d’intensité. Ce pays, nos racines, sont l’eau qui passe entre les doigts. Il découle de l’harpe, des maracas et des quatre cordes qui résonnent cette maison intérieure.

9.168,38 km  

Carolyn Drake_2014

Carolyn Drake. USA. Los Angeles. 2014. Odds and Ends from an Urban Stream

 

¿Es esta pluma la misma que dejó aquel cuervo en la ventana al intentar llenar la fisura de aquella noche?

¿O es de una de las dos palomas que juntaban sus picos en el tejado de la catedral de Toledo mientras hacías sonar las campanas y yo veía una nube romper su volumen sobre la cruz?

El vuelo atado debajo de la rueda trasera del auto
la levedad deslizando la hora hasta mis zapatos
y yo, grito que pretende paralizar el tiempo, evitar el golpe, elevar la cadencia,
me contengo ante la inminencia del suceso

Esta vez la muerte no adhirió su cuerpo al cemento

Quedó el riesgo, lo que pudo ser
la mañana intacta reclamando tu ausencia
y 9.168,38 kilómetros entre mi falda y tu mano.

Me niego a hacer de Venezuela un país al que rendir homenaje, como si hubiera muerto.

Caracas, 2012 ©

Caracas, 2012 ©

Paso el día pensando en el juicio, consciente de que por la diferencia horaria probablemente será noche de insomnio para mí. No importa, me consuelo, últimamente hay muchas noches de insomnio sin una causa específica así que al menos sabré el motivo de este. Resisto hasta las 3am cuando el sueño me vence, me despierto a las 8, abro el iPad que durmió a mi lado, reviso Twitter. 13 años. 13 años para Leopoldo y no sé cuántos para los otros tres estudiantes. Vuelvo a acomodarme, horizontal, viendo el techo, en mi almohada. Ese gesto que denota una intención de mantenerse en cama, de no pararse bajo ningún pretexto. Pero las responsabilidades son suficiente pretexto para que los pies se incorporen a la verticalidad de la mañana. Preparo un café colombiano que conseguí luego de dos meses de tomar café sabor a otros lados. Vuelvo en el aroma a la cocina de mi madre. Me siento. Mirada fija. Distraigo la mente con el pasar automático del dedo sobre la pantalla, sin pensar mucho. Intentando que la ficticia seguridad de la rutina hoy me baste para evitar el quiebre. En el silencio de la mesa redonda en la que estoy sentada, de mantel plástico florado, para que las manchas sean fácil de eliminar, y cualquier derrame no se perpetúe, allí, en esa calma de mañana, plantas aún adormiladas, de pronto, lloro. Lloro. Me pregunto a mí misma “¿por qué lloras? Era algo completamente predecible”. Y lo era, es verdad. Pero la sentencia me marca a mí, e incluso a los que están allí, una línea aún más lejana de retorno, o de llegada. Esta sentencia simboliza la venganza, el discurso de odio absoluto, que ayer vimos materializado en la violencia a las puertas del Palacio de Justicia, en las agresiones en contra de Manuela, de 5 meses de embarazo. Sentencia a la que siento que cada día nos hemos ido sumiendo, o a la que nos han ido sumiendo, y que hemos permitido, de alguna manera. Una sentencia no tiene fisuras por las cuales entre haz de luz, esperanza, ingenuidad. El llanto no sabe de coherencia, ni de razones, ni necesita de un “sentido”. Me duele la esperanza que no sabemos que aún tenemos hasta que la vemos rota. En este caso aplastada por el martillo en nombre de justicia. Y luego retomo el hilo, me digo que esto podría capitalizarse en votos pero luego pienso en los medios de comunicación casi inexistentes, y en cuánta gente estará al tanto realmente de lo que está pasando, hoy y todos los días. Me pregunto en qué momento la aspiración se ancló en una nevera o una “casa bien equipada”, en qué momento nos ganó el odio, me pregunto que piensa la jueza antes de acostarse a dormir, y qué siente Lilian, y qué está en la mente de los estudiantes en juicio, y en la mente de él, de Leopoldo.

Suenan las campanas de la iglesia que está en la plaza cerca de mi casa recordándome donde estoy. Once de septiembre de dosmilquince. Madrid, España. 14 años del atentado a las torres gemelas.

Sé, horas por delante, que allá habrá otra de esas mañanas frías y sin aliento que tanto conocemos. Mañanas de preguntarse hasta dónde, hasta cuándo. Mañanas de sentir rabia y tristeza. Y luego continuaremos, porque “la vida sigue”. Con esperanza muda y futuro ciego, el país sigue. Y me duele, y me indigno, y ruego por elecciones masivas porque me niego a hacer de Venezuela un país al que rendir homenaje, como si hubiera muerto.

Viajar en el tiempo toma segundos

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Esta es la primera vez que vivo en una ciudad en la que se habla mí mismo idioma. Con excepción de ese mes que pasé en Buenos Aires en 2009, es la primera vez en la que el mundo exterior no se me presenta en otro lenguaje, donde puedo insultar con gusto y reclamar con el carácter este a veces tan jodido con el que nací. En otros idiomas, soy la versión suave de mí misma. Hay una rabia que solo se alimenta de la lengua con la que tu madre te habla, y que aunque intentes desarrollarla en otros idiomas siempre va a tener esa limitación (o quizás beneficio) de ser una ira soluble, ligera, no arraigada.

Es la primera vez, también, que al hablar, reconocen mi acento. No me dicen “oh, Espagnole?, como me pasa en París. Me dicen directamente “¿venezolana?”. A lo que respondo, sí y sonrío con discreción. La sonrisa viene por añadidura, una reacción automática. La raíz o razones de porqué la mueca no es algo sobre lo que haya reflexionado. O quizás sí pero no lo suficiente como para escribir sobre ello. La pregunta que sigue es “¿y te gusta aquí? ¿Cuánto tiempo tienes que saliste de Venezuela?”. Respondo que casi un año pero que aquí tengo par de meses, apenas. Me preguntan entonces donde estuve antes, y respondo: Ah, es que vivo en Francia. Decir “vivo en París” aún me cuesta, y me parece fulminante como respuesta. Luego indagan en qué parte de Francia, porque los anónimos de esta ciudad disfrutan mucho hacerse de Sherlock Holmes, o bueno, podría solo decirse que son muy simpáticos – dependiendo desde qué perspectiva se vea. Siempre me dicen que seguramente prefiero estar aquí y que me quedaré aquí, a lo que vuelvo a poner esa sonrisa fácil, casi punto de fuga, o de huida. Recurso no verbal para cambiar lo antes posible el rumbo de la conversación porque sé de antemano que al final espera la pregunta repetida y compasiva de  “¿y las cosas están muy mal en Venezuela?”.

Hoy en la mañana, en el corto trayecto de 4 estaciones, mi cotidiana actividad de observar con detenimiento a los que me rodean, se vio interrumpida con unos acordes de algún Cuatro y el canto… “cuando al amor llega así de esta manera, uno no se da ni cuenta…”. Automáticamente me transporté a aquel viaje que hacíamos los cuatro a Cumaná, a visitar a mis abuelos paternos, y en el que mi padre sintonizaba la radio para estar al tanto de los accidentes viales, pero cuyo repertorio musical era solo música tradicional de las que hablan de vacas, ganado, mujeres y abandono o despecho. Luego de tres horas de escuchar joropo llanero del bueno, ese rajado, yo, quizás de 9 años o menos, dije que estaba harta de esa música, que apagara la radio. Mi padre me dio un discurso de lo que significaba esa música, de nuestro patrimonio cultural, de dónde venían mis ambos abuelos, de Venezuela más allá de Caracas. Viajar en el tiempo toma segundos. Fui al recuerdo y volví en menos de un minuto. En el momento en el que regresé al vagón, el señor continuaba cantando. Una parte de mi quería decirle “señor, termine rápido, esto duele”, mientras los ojos se humedecían. Otra parte de mí pensaba en el estudio de Consultores 21 que dice que 1 de cada 4 personas quieren irse de Venezuela. Una tercera parte se preguntó lo de siempre “¿y qué estaría haciendo allá si no estuviera aquí?”.

Esta es la primera vez que vivo en una ciudad donde quien pide dinero habla mi mismo idioma y acompaña la petición, llenando la distancia a casa, con un Cuatro y una canción de Simón Díaz. El señor pasó recolectando compasiones, y al darle un euro que introdujo en su koala azul, desteñido, y con una banderita de Venezuela cosida torpemente, le dije “¿venezolano?” y me respondió, aún inserto en la jerga llanera, “de pura cepa” y sonrió. La misma mueca. Esta vez no punto de fuga, sino ancla a la tierra que ambos, en la diferencia de nuestras vidas, compartimos.

Quiero ir, no volver.

No había querido. Había preferido evitar las líneas, evitar los detalles de lo que significa una mudanza, una mudanza de país,  reencontrarse con la ciudad que hace tres años me había recibido: París. Uno sale, pisando líneas cruzadas, colores que han perdido su continuidad, contando los espacios grises, el trozo de fisicromía que se llevó el tiempo y pensando que mejor es luego no decir nada. Otros pisan otros aeropuertos, se dan otras despedidas. No es el fin del mundo, la historia está llena de inmigrantes. Pero esas son historias de otros, vidas de otros, pienso. Yo sé de la mía.

Pensaba que tenía controlada la nostalgia, que unas cuatro estadías en el exterior de menos de un año me habrían dado algo de experiencia. Pero entonces descubrí un día que la ciudad que no me permitió llevarme todas mis medicinas en la maleta, la ciudad que me dio miedo despedir y que me daba miedo respirar, me había abandonado hace rato. Y ahí la nostalgia tocó puerta. Me enfoqué en mi objetivo. Celebré lo que venía, di gracias casi en forma de mantra al esfuerzo familiar, a mis logros personales, a la Virgen, a Santa graciasportanto. Emociona aferrarse a la nueva aventura, pensar en todo lo que está por venir. Toda la gente por conocer. Llegué un día antes de comenzar clases, y con jetlag incluido empezó el semestre de 9 materias. Temas que nunca antes había estudiado. Gente de más de 100 nacionalidades, debates, información, información, información. Un nuevo idioma por aprender, empezando por su alfabeto. La casa vacía, el frío en las calles. París llena de turistas, de nuevos deseos de año. Un intento de preparación de pesto a las 10pm de un miércoles que terminó en la sala de emergencias. Sutura. Independencia. Fortaleza. No hay tiempo para la raíz.  Sin darme cuenta, o dándome cuenta, pasaron 6 meses. Seis meses escuchando qué se ha hecho en el pasado mal para intentar promover desarrollo en los países en desarrollo, qué es lo que se intenta ahora. Seis meses conociendo a gente que quiere terminar rápido la maestría para volver a sus países para trabajar por él. Seis meses viendo que Venezuela es casi el ejemplo perfecto para todo lo que está mal. Para cualquier “excepción” negativa, Venezuela calza perfecto. Trofeo de la nostalgia. Seis meses dándome cuenta que mientras más me alejo, más quiero estar ahí. Camila, qu’est-ce qui se passe au Venezuela? Camila, what’s going on there? I read there is no condoms! Desarrollé un discurso más o menos breve, compacto, que intenta explicar qué pasa, porqué estamos dónde estamos y siempre termina en “pero si todo está tan mal, ¿por qué la gente no sale a protestar?”. Entonces ahí comienza el otro discurso, el de hablar del efecto de los regímenes totalitarios a lo largo del tiempo, el terror, el miedo, etc. Todo se complica, la conversación que debía durar 10 minutos termina siendo de una hora y al final siempre llega una disculpa, un “qué lástima y con tanto petróleo… Menos mal que estás aquí”. Duele.

Descubro que quizás la historia podrá estar llena de personas que han partido pero eso no lo hace más fácil. Descubro que lo que estudio me lleva irremediablemente a dónde vengo. Que exponerme a un ambiente internacional hace reafirmar mi origen. Desborda el deseo de tener una oportunidad para construir. Descubro que la Venezuela de Tu Caracas, Machu de uno de mis abuelos, y la Cumaná del otro no son solo sentimentalismos, o historias de familia, son lugares a los que quiero ir. Descubro que yo, la que ha presionado a tantos amigos a salir, a viajar e incluso a cambiar de dirección, guardo una profunda esperanza de volver a mi país. Descubro, más bien, que no quiero volver sino ir. Ir a un país aún inexistente, a un deseo de país. A una idea de país. Ir a lo que no conocí, a lo que no conozco, al país quizásalgúndía. Ir al centro de lo que somos, de lo otro que podemos también ser. La realidad de allá me da en cambio, noticias llenas de sangre, asesinatos, abuso de poder, crisis, escasez, más amigos que se van, otros que se casan, el dólar a 200 bolívares, mi abuela con sus bromelias y mi gata en el regazo de mi madre.

Llevar en ti el país, línea a dónde querer ir, y a dónde no querer volver.

Dos caídos

Dos animales muertos

para ser más exacta, dos rabipelados

cadáveres yacentes en medio del pavimento

¿para que prestarles atención?

dos animales más de los tantos que siempre vemos

a la orilla, a un ladito

 
Uno retorció sus patas

ese último respiro me sorprendió

ese quiebre

o cómo decirlo

intento último de vida sí, eso fue: un último intento de vida

 

Día soleado de nubes blancas inocentes nubes blancas

no se imagina uno malos presagios cuando el cielo está azul

horas después del mismo 12 de febrero

dos estudiantes muertos

dos caídos más

a este gobierno no le importa

dos, tres, cientos

¿cuántos han muerto, cuántos matarán?

 

La mentira atraviesa sus lenguas cuando hablan de paz

pero saben que su paz es una paloma blanca

devorada por los cuervos

 

Somos rostros anónimos

para ellos

un número

un número que va de resta en resta.

Impaciente amar

The Bride Stripped Bare by Her Bachelors, Even (The Green Box). Septiembre 1934. Marcel Duchamp

The Bride Stripped Bare by Her Bachelors, Even (The Green Box). Septiembre, 1934. Marcel Duchamp.

Hemos perdido la tradición epistolar. El pensar cada palabra con cuidado, con extrema determinación, como si no hubiera vuelta atrás una vez que la pluma ha tocado el papel. Ahora somos una instantánea, un ir y venir a velocidades kb/s. El límite de la velocidad está determinado por la banda del internet o el servicio de datos del celular. Nos hemos convertido en seres impacientes – o así pareciera. Pero… ¿Cómo no? ¿Cómo no ser impacientes si vivimos en un mundo donde todo ocurre de manera fugaz?

Mi abuelo solía enviarle telegramas a mi abuela desde el rincón de Venezuela en el que estuviera de viaje. El telegrama – ancestro del tuit – solía ser una pequeña dosis concentrada de añoranza. Pequeña dosis concentrada que respondía a la necesidad de hacerle saber al otro que su presencia era real aunque hubiese distancia de por medio.

Al irse de viaje a Italia, le envió una carta por día, describiéndole su estado mental. El entorno pasaba a ser secundario, y lo único importante era la comunicación continua. ¿La diferencia a estos tiempos? No era simultánea. Él esperaba con ansías las respuestas de alguien que lidiaba con la cotidianidad, la realidad de desayuno, almuerzo y cena y los niños llorando. En un punto, él desespera. No sabe de ella, de los hijos, ni de nada de lo que ocurre en su casa. Porque a pesar de estar lejos, él quería los detalles accidentados de lunes a domingo. De él brotó la misma desesperación que sentimos cuando no han respondido el mensaje de Whatsapp. Hizo, incluso, un recuento de la fecha en que recibió por última vez una carta así como vemos la última vez que ese, el que queremos, se conectó. Entonces 1956 y 2013 se unen: la impaciencia del amante no sabe de tecnologías ni tiempos. Es exactamente la misma deriva, el mismo sentir de abandono. Como si la distancia, entonces, lograra quebrar, fracturar, la comunicación que tienen los cuerpos, el lenguaje silente del roce.

En aquella oportunidad el servicio de correo estaba en huelga, y por eso él no había recibido ni una carta. Según lo que leí en su detallada descripción, cuando él descubrió que no había sido olvidado, que había una causa externa, una explicación puntual de porqué el silencio de su amada, sintió un alivio, un resurgir de la seguridad del que ama. Como si la certeza del otro fuera tan débil así. Como si uno pudiera perder al otro sin explicación aparente. Ella – la causa, explicación o razón – es un reavivar de la llama, un retomar del otro. Un saberse en el presente.

Hay en la distancia un tejer transparente de las almas, una confianza que pende de la comunicación. No hay en la lejanía ojos que calmen, silencios que sean respiros. Hay magia y misterio. Luz y sombra. La distancia hace del ausente, presencia, pero trae con sí los fantasmas que amenazan la sonrisa frente a frente al papel – o la pantalla.

Queda

soltar, abrir siempre las manos, atar un nudo intangible pero concreto que una el presente con el encuentro próximo.

Queda

ser en el otro aunque no sea su piel la que despierte tu mañana.

Contigo, AAA.

Por ti.

Paradoja

Andalucía, España, 2011.

Andalucía, España, 2011.

No siempre el que toca una puerta es porque quiera entrar. A veces el sonido, el toc toc, se vuelve parte de nuestra sinfonía. A veces se vuelve necesaria la sensación de nudillos y madera, la espera ante el ojo inspector de pez. Y para el otro que escucha el golpe, el programar el camino desde donde está hasta el pomo de la puerta, eso, a veces, se convierte en vida.

No siempre el que toca una puerta es porque quiera entrar. Hay en la práctica una constancia casi terca, obtusa, una curiosidad gatuna de saber qué hay más allá. Para el que está en ese más allá,  para el que está dentro, abrir puede convertirse en una obligación. Todo menos abrir para cerrar. Porque cerrar una puerta puede significar abrir ventanas. Y las ventanas son fuga, infinito en la vista, conexión con lo intangible. Son, invitación al vuelo.

Somos la incesante añoranza de despegue pero la constante permanencia en lo concreto.